martes, 25 de noviembre de 2008

Blade Runner

Hay una película. Blade Runner. Es una de esas películas con la etiqueta de Imprescindible para frikies. Películas como Star Trek, La Guerra de las Galaxias o El Señor de los Anillos forman también parte de ese grupo. Debo confesar que no he visto la mayor parte de ellas. Soy un informático atípico, lo sé. Pero con Blade Runner hice una excepción. Más bien tres o cuatro, tantas como veces la he visto. Nominada en su día a dos Oscar, Blade Runner se ha convertido con el tiempo en un clásico de la ciencia ficción. La película, dirigida por Ridley Scott y basada en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, relata un futuro (año 2019) en el que los seres fabricados a través de ingeniería genética, denominados replicantes, son empleados como esclavos en trabajos peligrosos y arriesgados. En un momento cumbre del largometraje, el replicante interpretado por Ruger Hauer pronuncia unas palabras que ahora quiero recordar...

"He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir..."

Brillante actuación pero debo discrepar. Totalmente. No todo está perdido. Nos queda la memoria. Los recuerdos imborrables. Alguien dijo alguna vez que "un hombre nunca estará solo si en su mente habitan buenos recuerdos". Matanza de los Oteros es para mí, además de mi pequeño paraíso, un almacén de historias. Como ese desván donde apilas cosas y cosas de las que nunca te quieres desprender. Como ese baúl donde guardas con cariño y nostalgia la última carta que ella te escribió, una vieja foto con tus amigos añejos cuando aún quedaban retazos de inocencia o aquella pinza del pelo que un día ella te regaló. En cada rincón de mi pueblo encuentro un retal de mi pasado, un trocito de mi vida. No, no todo está perdido. Puede que aquel buen ambiente de antaño ya no exista. Puede que la ilusión se haya ido de la mano de la cordialidad y fraternidad. Puede que los necios insistan en politizar todo. Puede que el ansia de poder envenene el ambiente. Puede ser. Pero lo que nunca podrán quitarnos son los recuerdos. Porque son nuestros. Muy nuestros. Solo nuestros. Recuerdos de una época en que fuimos libres, grandes... ¡eternos!. Aquella época en la que a los niños le gustaban las niñas y en la que jugábamos a fútbol día y noche. Todo lo que hemos vivido nos ha unido para siempre.

Cada uno tiene sus recuerdos. Puede que los tuyos sean distintos a los míos. O no. Quien sabe. Eso es lo de menos. ¿Sabéis que es lo mejor de todo? ¿Lo que realmente importa? Que cada uno de vosotros aparecéis en los míos. Que todos aparecen en los de todos. Que yo aparezco en los vuestros. Y eso tiene un valor incalculable. Imborrable.

Recuerdo aquellas viejas porterías de madera en aquel recién inaugurado frontón. Nuestro último baño en la maltrecha piscina de abajo y nuestro primer chapuzón en la nueva. Recuerdo las moras que recolectábamos por el camino que llegaba al valle y la cantidad de azúcar que echábamos como condimento. Aquellos primeros botellones. Las frías tardes de invierno intentando entrar en calor. Las primeras noches por Valencia de Don Juan intentando engañar al reloj. Aquel verano en que me hice mayor y aquel otro en que los sapos nunca bailaron flamenco. Recuerdo aquella misteriosa rubia que Xuanan buscaba por Las Pérgolas y que nunca más volvimos a ver. El primer agosto que Posi estuvo en Matanza. Todas las veces que Vituky y yo nos enfadábamos por el amor de una chica. El cambio radical de la noche a la mañana de Dani a Pelón. Las increíbles historias que nos ha regalado Javi año tras año. La timidez y dulzura de nuestra querida "francesa", Jara. La sonrisa de Mercedes. Recuerdo el verano que Aly y Marta se unieron a nosotros para darle más vida al grupo. La infinita simpatía de Lara. Los bailes de Anytta. El humor socarrón y buen corazón de Manuel y Floren. La manera que tenía Miguel de hacerme reír cuando yo solo era un canijo. Recuerdo el chiringo de Jose María. Las locas ideas de Pedro. Los bailes con Iñaki y su contagiosa sonrisa... No sé, ese tipo de cosas. Pequeños detalles que jamás se perderán en el tiempo. Detalles ínfimos que dan sentido a la vida.

No, no todo está perdido.

martes, 11 de noviembre de 2008

Anoche la soñé

Anoche la soñé. Juro por Dios que la soñé. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, que no pronunciaba su nombre, que no sentía la extraña necesidad de volver a verla. Ya han pasado más de dos años desde aquella fría noche de noviembre en que la conocí. Sospecho que nunca podré olvidar aquel momento. Era jueves. Caía la noche en la capital del Principado y una tímida neblina acechaba sobre nuestras cabezas. Empezábamos a impacientarnos por la espera cuando de repente surgió de la oscuridad la blanca caravana con aromas de sur. Siete personas viajaban a bordo de ella y solo un rostro era familiar. Las prisas, el frío y la emoción me impidieron fijarme en ella. Ni en ella ni en ninguno de los demás extraños. Todo fue muy rápido. Tanto que cuando quise darme cuenta ella estaba metida en mi coche dirigiéndose a mi por mi mote con un extraña e inusual confianza. Las sílabas de mi nombre nunca sonaron con tanta dulzura y con tanta gracia como esa vez. Aquellos ojos color cielo se metieron en mis entrañas desde el mismo instante que se cruzaron con los míos. En aquel momento supe que nunca podría olvidarlos. Y así ha sido hasta el mismo día de hoy.

Aquellos cinco días pasaron demasiado rápido. Fugaces como las estrellas que rompen el cielo de Matanza en las noches cálidas de verano. Fue tan breve aquel tiempo que no pude disfrutar de su presencia tanto como hubiera querido. Todo el tiempo del mundo no hubiera sido suficiente para contemplarla. Aquel rostro, aquella sonrisa, aquella mirada, aquella forma de acariciar mi mano al pedirme fuego. Recuerdo cada instante en que su silueta rondaba la mía. Carlos Goñi escribió que uno siempre sabe dónde está el final. Para mi desgracia supe el mismo día que la conocí que aquella historia nunca tendría un final porque nunca comenzaría. Entre ella y yo no solo había química, también un gran muro levantado por las circunstancias adversas. Demasiadas. Dicen que si hay amor no hay fronteras pero a veces uno sospecha de la certeza de esas palabras. Porque nada es para siempre y porque la distancia y el tiempo enfrían los corazones.

Dos lunas después de conocerla nos dijimos adiós sin habernos rozado los labios. Sin tenerla. Sin estar un ratito a solas. "No era un buen momento para mi, Moro" me dijo tiempo después vía mail. Supe entonces que aquel tren nunca volvería a pasar por mi estación. Era noche cerrada en la cuna de Guzmán el Bueno. Aquel sábado de noviembre, rodeados de murallas y empapados de ese frío leonés que te cala hasta los huesos, sus ojos azules se fueron de mi vida para siempre. Los días siguientes fueron extraños, vacíos, insípidos. Recuerdo que empleaba todos mis esfuerzos en convencerme a mí mismo de que aquella historia nunca había ocurrido porque no podía ocurrir. Porque demasiados factores dejaban la ecuación sin solución posible. Es mejor así, no podía ser, es mejor así... Me repetía una y otra vez. Durante mucho tiempo llegaban a mi bandeja de entrada noticias del sur. Leía y releía sus mails, sus mensajes. Memorizaba cada conversación telefónica. Ahora sé que mantener viva la llama no fue buena idea. Mejor hubiera sido cortar por la sano y pasar página. Pero... cómo olvidar aquella sonrisa!

Poco a poco, día a día, golpe a golpe, su recuerdo se fue diluyendo. Borré todas sus fotos, escondí sus mails y mensajes en lo más profundo del baúl de mis recuerdos. Otros cuerpos rozaron mi piel. Comprendí con resignación que nunca haría aquel viaje que tanto soñé a tierras del sur porque entendí que ella ya no me esperaba. Destruí todos los castillos que un día le prometí que visitaríamos. Otros lo harán vistiendo nuestros cuerpos. A veces las historias más bonitas son las que nunca han pasado porque no las vivimos, las imaginamos. Aquella historia yo la imaginé muchas noches. Y era hermosa. Era perfecta.

Ayer la soñé. Entraba en su casa y contemplaba las fotos de la pared. Estaba nervioso esperando su llegada. Recuerdo que me escondí para darle una sorpresa. Sentí la puerta y de un salto me planté en el pasillo de la entrada. Hola! grité. Y allí estaba ella. Guapa como el día que la conocí. Parecía cambiada. Tenía la mirada triste, cansada. Pero era ella, no había duda. Venía acompañada, no recuerdo por quien. Solo la recuerdo a ella. Me besó en la mejilla y el despertador me hizo saltar de la cama. 8:23 AM. Hora de levantarse.

Supongo que algunas historias no pueden ser reales ni siquiera en sueños.

martes, 4 de noviembre de 2008

Soledad, olvido y memoria

Ahora que este atípico mes de octubre disfrazado de duro invierno apura sus últimos latidos me viene a la mente una canción de Ismael Serrano que lleva por título "Aquella tarde". Un tema que trae consigo un mensaje entre líneas. Una letra que habla de una jóven pareja y de una tarde como otra cualquiera. Una tarde de cine, café y sexo. Una de tantas tardes en las que las aceras arden y el ritmo frenético de la ciudad avanza con paso firme. Gente yendo y viniendo de un lado para otro. Autobuses repletos de almas y coches que esconden miradas perdidas. Nada nuevo. Nada extraño. Al mismo tiempo en otro lugar del planeta los B-52 vacían sus vientres sobre la ciudad de las mil y una noches. Y todo ello sucede mientras en algún rincón más lejano un niño cae vencido a los píes del hambre. Un mismo momento pero distintas historias.

El pasado martes la ciudad que me vio nacer ponía punto y final a sus fiestas patronales. Pasada la media noche el cielo se pintó de mil colores. Los fuegos artificiales anunciaban que, un año más, las fiestas de San Agustín llegaban a su fin. La suave lluvia intentó sabotear la celebración fracasando en el intento. En esta tierra ya estamos demasiado acostumbrados a las inclemencias del tiempo. Nada pudo impedir por tanto que, como cada año, el resplandor pirotécnico iluminase las aguas de la Ría así como el océano de paraguas que resguardaban a los presentes. Todo esto sucedía mientras un servidor contemplaba el cielo avilesino desde la ventana de su habitación. Ajeno a la multitud, lejos del mundanal ruido. Recuerdo la estampa. Mi calle guardaba un silencio sepulcral alterado solo por algunos personajes variopintos que entraban y salían de cierto antro extraño. Gentes sin alma más ajenos aún que yo al festival de luces y colores. Recuerdo que buscaba con la mirada alguna señal de vida en las ventanas del edificio de en frente. Alguna luz. Algún rostro. Nada. Me sentí solo. Muy solo. Y por extraño que parezca, aquella soledad me hizo sentir realmente bien. Con la mirada ya perdida, casi ajeno al cielo coloreado, fumando un cigarrillo empecé a recordar. Hice una especie de recuento final de este último verano que se nos fue de las manos no hace tantas lunas. "Cómo han cambiado las cosas…" murmuré. Los veranos de hoy no son como los de ayer. No son mejores. Tampoco peores. Distintos. Y lo son porque nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Lejos quedan aquellos niños cuyas vidas eran semejantes. El paso de los años les ha obligado a tomar caminos dispares. Hoy aquellos niños son jóvenes a punto de dar el salto al mundo real cansados de ser señalados con el dedo por adultos que les dan por perdidos. Por fortuna y a pesar de las vueltas que da la vida, algunos de aquellos niños aún se dejan ver por las calles de Matanza de los Oteros en esa época del año en la que el sol pinta de amarillo los campos. Ayer, veranos eternos. Hoy, fugaces. Pero intensos, muy intensos.

Exhorto en tantos recuerdos perdí la noción del tiempo. Cuando volví al mundo real los fuegos artificiales ya habían acabado. Los portales engullían a la gente que volvía a sus casas con la resignación de saber que a la mañana siguiente la vida volvería a la normalidad. Día laborable. "Mañana tengo que madrugar, me voy a la cama", pensé. Pasaban varios minutos de la una de la madrugada. En el ambiente aún flotaba cierto olor a pólvora. Cerré la ventana dejando al otro lado el abismo de la ciudad y los recuerdos veraniegos que durante un tiempo dieron sentido a mi vida.

Hace días en la pared de un bar de copas de Avilés leí lo siguiente: "El olvido no es victoria sobre el mal ni sobre nada y si es la forma velada de jubilarse de la historia. Para eso está la memoria, que se abre de par en par en busca de algún lugar que devuelva lo perdido. No olvida quien finge olvido sino quien puede olvidar".

Y yo no puedo olvidar.

viernes, 24 de octubre de 2008

Allí donde quiero volver

"All I want is to be back where things make sense". Esas son textualmente las palabras que pronuncia Morgan Freeman en su papel de Ellis «Red» Redding en un momento de la película Cadena perpetua (Sueño de libertad). Una obra maestra. Por momentos yo también tengo ese mismo deseo. Por momentos daría cualquier cosa por viajar a ese lugar donde las cosas tengan sentido. Sospecho que no es tarea fácil encontrar ese sitio en el mundo en el que vivimos; en esta vida a ratos dulce, a ratos insípida. Incluso en mi pequeño paraíso llamado Matanza de los Oteros hoy las cosas a menudo parecen no tener demasiado sentido. Empiezo a dudar, por tanto, que exista ese lugar en este presente, en nuestro presente. Rebuscando en el pasado encuentro un tiempo en el que todo era mucho más fácil, mucho más sencillo. Allí es donde quiero volver de vez en cuando, al lugar donde las cosas tenían sentido. Un sentido a veces ilógico pero sentido al fin y al cabo. Un lugar donde todo tenía un por qué. Un lugar donde...

...miraba la parte de abajo del MikoLápiz antes de abrirlo porque alguien me había dicho que si había cierto número tocaba premio seguro.

...intenté besar a mi novia de parvulitos en la boca porque el día antes descubrí en la tele que eso era lo que hacían las parejas. Aún me duele el bofetón.

...me esforzaba al máximo jugando al fútbol en el frontón o en el patio del colegio convencido de que las chicas me miraban, convencido de que ellas soñaban con jugadores de fútbol de recreo que regresaban al aula sudorientos y acalorados.

...me enfurecía cuando mis compañeros de 5º de EGB afirmaban que los niños no venían precisamente de París. En mi cabeza me inventé la idea de que las mamás se quedaban embarazadas porque los papás les besaban en la boca. Solo por eso. Cuando descubrí la verdad un pedazo de mi inocencia se perdió en el olvido.

...la primera vez que besé a una chica como mandan los cánones lo hice porque alguien más experimentado que yo me contó que la lengua no solo servía para chupar helados y pegar sellos. Aquello ocurrió en La Comarcal. Nunca lo olvidaré.

...con 7 años le grité a mi madre al bajarme del autobús de la escuela, ante la sorpresa de los allí presentes, que a pesar de su edad aún podía tener hijos. La profesora había resuelto mi duda horas antes sobre a qué años una mujer ya no puede quedarse embarazada. Aquel día el cielo se abrió para mí. ¡Por fin podría tener ese hermano pequeño tan deseado! Qué sabía yo de todo lo que acarreaba tener un hijo. Solo sabía que mi madre aún estaba a tiempo y mi único deseo era comunicárselo lo antes posible por si acaso ella aún no lo sabía. Ella aún hoy recuerda la vergüenza que pasó aquel día.

...siendo un canijo hice célebre una frase. La pronunciaba cada vez que veía un chapuzón cerca, bien en la bañera, bien en la playa o bien en la piscina. Era propia, genuina, única. Y mía, solo mía: "Al nene pal' agua, apunbale p'agua". Esa fue la primera vez en mi vida que me sentí realmente incomprendido. Todos reían a mí alrededor pero nadie tenía ni idea de lo que quería decir. ¡Qué gran frustración!

...mi abuela Mercedes siempre que venía a visitarnos a Avilés me traía chucherías. Pero unas en concreto. Siempre las mismas. Ella las llamaba castañas. Nunca compredí el por qué del nombre, quizás por la apariencia similar a una castaña asada. De todas formas, aquella dulce chuchería consistía basicamente en un pedacito de galleta bañada en chocolate. Recuerdo que nadie más en el mundo las llamaba así. Los compañeros del cole se reían de mí y decían que aquello no existía. "Que si, tontos, que mi abuela me las trae siempre y se llaman así", insistía yo enfurecidamente. Nadie iba a poner en duda la sabiduría de mi abuela. ¡Nadie!

...siendo un crío sufrí una herida profunda en la frente de la cual hoy guardo una marca de recuerdo. Todo por hacer el papel de héroe defendiendo a una niña del colegio del ataque del matón de la clase. ¿Por qué lo hice? Seguramente porque en alguna serie de la tele vi que así es cómo se comportaban los tíos duros y apuestos que siempre se quedaban con la más guapa.

...con 8 años hice el viaje en ascensor más largo de mi vida. Solo eran cinco pisos. A penas un minuto que me pareció una eternidad. La compañía de un hombre de raza negra me hizo pasar auténtico miedo. Y todo porque algún día del pasado escuché cómo algún hijo de puta definía a "esos dichosos morenos" como "gentuza muy peligrosa". Mi compañero de ascensor me miraba con ternura y simpatía mientras el temor de que me hiciera daño se apoderaba de mí. Supongo que él se dio cuenta de ello. Lo debió notar en mis ojos y en la expresión de mi cara. No lo recuerdo pero seguro que su rostro reflejaba también cierto miedo. Miedo de qué este puto mundo no vaya a cambiar nunca. Los adultos nunca aprenderán que los niños lo escuchan todo. Hacen y dicen lo que ven y oyen. Ese es uno de nuestros pecados: dar mal ejemplo al futuro del mundo.

Si señor, en aquel lugar todo tenía un por qué.

lunes, 7 de julio de 2008

Premio inmerecido

Hace pocas lunas decidí adentrarme en el infinito universo bloguero con el único e inocente deseo de lanzar al vuelo todas esas historias que rondan por mi cabeza y que de un tiempo a esta parte escribo en márgenes de libretas, servilletas de bar y apuntes infumables de cálculo y electrónica. Cansado de no ser escuchado y comprendido. Cansado de ciertos lugares en donde la gente solo observa una foto y opina banalidades sin importar el texto que acompaña a la imágen. Cansado de superficiales e hipócritas. Cansado de gritar al viento. Cansado de todo y de nada decidí abrir este escaparate para almas anónimas y dejar colgado en él los retales de mi vida para que sean leídos y compartidos. Sentidos y comprendidos.

A pesar del infinito alcance de los brazos de internet no podía imaginar que mis palabras fueran leídas más allá del horizonte, más allá de los confines de la tierra. Nunca, y lo digo con la mano en el corazón, pensé que este humilde blog pudiera llegar a tener un puñado de lectores tan cariñosos y encantadores. Uno de ellos, en este caso una dama, ha tenido la inclinación y el dulce detalle de premiar este sombrío lugar con el premio Brillante Weblog. Gracias de corazón, Julia querida. Gracias. Por el premio. Por tus firmas. Por acercarme un poquito más la tierra de Dieguitos y Mafaldas que tanto admiro. Por permitirme conocer tantos bloqueros geniales. Por compartir tus historias. Por todo. Poco más puedo decir. Aqui muestro orgulloso el premio para que brille con luz propia en medio de este negro paisaje...


Consignas del creador del premio

El Premio Brillante Weblog es dedicado a webs y blogs que resalten por su brillantez tanto en temática como en diseño. Y con el mismo propósito de promocionar entre todos una vez más la blogósfera mundial.

  1. Al recibir el Premio, se ha de escribir un post mostrando el Premio y se ha de citar el nombre del blog o web que te lo regala y enlazarlo al post de ese blog o web que te nombra ganador.

  2. Elegir un mínimo de siete blogs (pueden ser más) que creas que brillan por su temática y/o su diseño. Escribir sus nombres y los enlaces a ellos. Avisarles que han sido premiados con el Premio Brillante Weblog.

  3. Opcional. Exhibir el Premio con orgullo en tu blog haciendo enlace al post que tú escribes sobre él.

Blog que me otorga el premio

Blogs premiados por miGracias de corazón a todos y todas los citados y citadas. Gracias por acercarme la certeza de que otro mundo mejor es posible... o al menos por hacerme creer que aún merece la pena pensar en ello.

Besos para vosotras y abrazos para vosotros

Promesas que no cumpliré

Esto es algo que escribí en una de las primeras lunas del nuevo año 2008...

Camino por las calles de la capital del Principado en estos primeros latidos de 2008 con la mirada perdida. Camino buscando el coche que me devuelva a mi villa aún con el dulce sabor en los labios que me dejó la noche pasada. Camino recordando aquellas sabias palabras de mi abuela que venían a decir que si los ingredientes son buenos, la comida será buena por mal que uno cocine. Amigos de ley, buena compañía, ron, música, el roce de una piel y un motivo en común qué celebrar. Ese motivo no era otro que recibir con los brazos abiertos y con una sonrisa en la boca un nuevo año. Uno más. Uno menos. Por suerte, diferente. No digo ni mejor ni peor. ¿Quién sabe? El tiempo dirá. Hay quién desea, sueña o pide a su Dios que el nuevo año sea mejor que el anterior. Ojalá siempre fuera así. Yo, por mi parte, viendo cómo está el patio y cómo la vida golpea a algunos, solo pido que no sea peor. No es pesimismo, es realismo. Porque si no tengo motivos reales para quejarme, ¿para qué pedir más? Con el tiempo uno aprende que siempre hay personas con mucho más motivo para lamentarse. Para pedir un año mejor. Para rogar que la suerte se cuelgue a su espalda también. Por eso, quejarse siempre por todo no es inconformismo… es egoísmo.

Un año puede ser muchas cosas. Puede ser el tiempo que a uno le resta de contrato. También lo que falta para que llegue el día de tu boda. A veces un año es mucho tiempo. Demasiado si es lo que tardarás en volver a verla. Otras, en cambio, es poco. Muy poco si eres joven y te das cuenta de que los mejores años de tu vida se pasan volando. En estos días de sentimientos contrapuestos me doy cuenta de que un año no es más que el período de tiempo que uno tiene para incumplir las promesas hechas en las últimas horas del año que se va. Ahí van las mías…

Prometo dejar de fumar.

Prometo espantar los pájaros de mi cabeza y derrumbar los castillos que construí en el aire.

Prometo viajar a la capital del reino y cumplir así la visita que tantas veces prometí.

Prometo dejarme la piel en los apuntes y cruzar por fin la meta de esta bendita carrera.

Prometo olvidarme de mi dulce niña gallega. Para siempre.

Prometo dejar el fútbol.

Prometo ser menos ñoño y sentimental.

Prometo no soñar con Buenos Aires y dejar de imaginarme tomando mate en la calle Florida mientras una pareja baila un tango para mí.

Prometo no insistir con las mujeres que nunca querrán estar conmigo.

Prometo seguir hablando pero también callar más. Porque callar es de sabios pero no hablar es de maleducados.

Prometo no gritar a mi madre cuando creo que no tiene razón. Las madres siempre tienen razón.

Prometo no enfadarme cuando mi padre cumple su papel y me insinúa que ya va siendo hora, moreno, que ya te vale, o sea. Tiene toda la razón del mundo.

Prometo no exigir a mis amigos más de la cuenta. Más de lo quieran darme. No se puede obligar a nadie a quererte más o menos. No se puede forzar a nadie a expresar sus sentimientos con palabras.

Prometo volver a un cine algún día. Y prometo hacerlo sin compañía.

Prometo no volver a escribir una nota anónima. Jamás.

Prometo no saludar a la niña de mis imberbes serenatas hasta que ella no me salude a mí… aún sabiendo que nunca lo hará.

Prometo no reprochar a ningún amigo su deseo de compartir la vida con una chica. Aunque me afecte. Aunque me duela. Aunque ella ocupe ahora el lugar que era mío.

Prometo cumplir con mi deber de primo mayor mejor de lo que lo he hecho hasta ahora.

Prometo no ser tan pesado con las historias y recuerdos de Matanza de los Oteros o al menos, si lo soy, prometo dejar ese tono nostálgico y melancólico. El pasado, pasado es. Lo que tenga que venir, vendrá. Y los que tengan que estar, estarán. Nada más.

Prometo… no cumplir todas mis promesas.

lunes, 23 de junio de 2008

Perdido en un autobús

Escribo estas líneas sentado en un asiento cualquiera de un autobús cualquiera en este día que nos trae los últimos latidos de noviembre. Han pasado muchos años desde que recorrí por primera vez este trayecto que une mi casa con la facultad de Informática. Aquel sueño dorado fue destiñendo poco a poco, adquiriendo cierto tono gris a medida que pasaban los suspensos y los no presentados. La luz al final del túnel por momentos se apagaba. Ha cambiado la empresa de transporte más de una vez pero para mí este autobús siempre ha sido el mismo. Casi todos los rostros de aquellos compañeros de viaje han desaparecido. Inconscientemente trato de encontrar con la mirada alguno de ellos. Supongo que buscando ese alivio absurdo que produciría en mi saber que no soy el único de aquella generación que aún sigue en la batalla.

Mi cuerpo conoce a la perfección el camino. Siempre sabe cuándo despertarme del sueño para no pasar de largo mi parada. Hoy, sin embargo, no quiero dormirme. Hace un par de horas una chica de instituto me ha tratado de usted. Yo estaba compartiendo conversación y penas con Lolovic en el café DaVinci y las palabras exactas fueron: "Disculpe señor, ¿esta silla está ocupada?". Dudo que el motivo fuera mi aspecto adulto, más bien me inclino por pensar que se trataba de una niña muy educada, de esas que llevan los buenos modales hasta el extremo. En cualquier caso, sus palabras causaron en mí cierta pesadumbre. Es por eso que ahora busco el desahogo de un folio en blanco. Aquí y ahora. Sentado en este autobús en el que llevo encerrado más de siete años. No es lamento. Cada uno tiene lo que se merece. No es remordimiento. Hace años tomé una decisión y lucho para que ésta por fin tenga sentido. No es arrepentimiento. Arrepentirse es reconocer al mundo que has malgastado tiempo de vida. No es autocompasión. No es llanto ni quejido. Es… cansancio. Físico pero sobre todo mental. Estoy cansado de escuchar tonterías de bocas ajenas que no saben de qué hablan. Y también de "escuchar" las que no llegan a mis oídos. A veces uno puede llegar a adivinar las palabras que se clavan en la espalda. Esas palabras que duelen sin ser oídas. Pero hace tiempo comprendí que si no quieres quedarte solo, es mejor no abrir la boca y dejar que la vida siga su curso. Mejor callarse ciertas cosas y admitir que nada ni nadie es perfecto. Ni siquiera el calor de una madre. Ni siquiera un beso en un atardecer. Al fin y al cabo la belleza reside en las imperfecciones. No hay más verdad que esa. Y no la hay porque el amor nace de la virtud y crece con el defecto. No creo en el amor a primera vista. No creo en medias naranjas. No creo en ángeles que disparan flechas. Creo firmemente que amar a una persona no es más que descubrir sus defectos y admitirlos. Quererlos. Hacerlos propios. Incluso extrañarlos. Las manías, vicios y miedos de familiares, amigos y mujeres son para mí lo que convierte a cada uno de ellos en seres especiales, únicos.

Volviendo al autobús… me pregunto si seré el único que contempla por la ventanilla los infinitos rostros que habitan en los coches al otro lado del cristal. Es una manía personal. Una de tantas. Sentarme siempre en la parte de atrás es otra. Hay quien dice que en caso de accidente los viajeros de la cola tienen más probabilidades de no contarlo. Quién sabe. Lo cierto es que mi tendencia se debe simplemente a cierto odio a ser observado. No soporto saber que hay ojos clavados en mi nuca. En las aulas, me ocurre lo mismo. Prefiero ver que ser visto. Confieso que lo que más me llama la atención son los coches ocupados por dos personas con la mirada de ambos fija en el horizonte mientras esperan a que cambie la luz del semáforo. Solo eso. Ni una sola palabra es pronunciada. Quizás un simple "¿qué tal el día de trabajo?" que obtiene por respuesta un frío "ptsé, como siempre". Parece que conversan pero la mente de ambos está cada una en un lugar distinto y lejano. Muy lejano. Después de tantos años, la rutina acaba haciendo mella en los corazones. Hay coches llenos de carcajadas, música y cánticos. Los hay con mareos, discusiones y lágrimas. Hay quién va solo y tamborilea el volante con sus dedos al son de una canción. Hay quien fuma pensativo con la ventanilla bajada. Hay de todo. Sin faltar el clásico conductor que se hurga la nariz con mucho afán en busca de algún tesoro convencido de que nadie le observa porque todo el mundo está demasiado ocupado cantando, fumando, discutiendo o callando. Al fin y al cabo se trata de un universo de historias esperando a que el semáforo se ponga verde. Una por cada rostro, por cada mirada. Nadie sabe que son observados por mí. Nadie excepto esas mujeres, como decía el abuelo de Pérez-Reverte, "de bandera" cuyo instinto femenino les dice que siempre hay algún iluso mirándolas embobado.

Me pregunto si a mí también me observa alguien cuando se cambian los papeles y soy yo el que está dentro de un coche.


En algún lugar, una fría mañana de Noviembre de 2007

sábado, 21 de junio de 2008

La chica del sauce

Era preciosa, suspiró. Tanto que ni él mismo sabe cómo la había hecho suya. Aquel cuerpo, aquellas piernas, aquellos ojos. Era preciosa, si, pero sobre todo, era suya.

Han pasado más de 15 años desde la última vez que se sentó al píe de este sauce llorón. Su mirada se pierde en el horizonte mientras intenta rescatar de su memoria los restos del naufragio. De vez en cuando los pájaros y el viento se ponen de acuerdo para dejar hablar al silencio y es entonces cuando cree oír al sauce llorón preguntándole por ella. Aquel ángel al que tanto amó bajo sus ramas caídas. Una noche, de casualidad, fumando en la ventana se quedó perplejo contemplando la luna y soñó que ella hacía lo mismo en ese instante. Cometió el error de pensar que ella aún le recordaba. Y por eso hoy ha vuelto. Pero aquí ya no queda nada. Ni nadie. Hace no muchos años este lugar era un hormiguero de gente y siempre era primavera. Después de varias lunas él le preguntó si aquello era algo más que un amor de verano. Ella vaciló. No dijo nada. Sus ojos hablaron por ella. Y él se echó a temblar porque se había enamorado locamente de aquella niña. Se temía lo peor. Él soñaba con escapar con ella y ella con huir sin él. El tiempo le dio la razón y su alma se rompió en añicos cuando ella dijo adiós. Te olvidarás de mi muy pronto, dijo ella. Sabes que siempre te querré, añadió sin reparo. Imposible querer a alguien para siempre… cuando nunca le has querido, pensó él. Finalmente ella voló en busca de aquel mundo que él no le podía dar. Y lo hizo dejando un aroma que aún hoy él lleva grabado en el alma. Quería ver mundo, viajar. Conocer lugares y cuerpos anónimos. Experimentar. Y en ese sueño no había sitio para él.

Ha pasado una eternidad desde entonces y aún hoy, en este mismo lugar, cree estar viendo la ropa de ambos desparramada por el suelo. Recuerda ahora con sabor agridulce tantas noches. Como aquella en la que un descuido casi les cambia la vida para siempre. Me muero si me quedo embarazada, exclamó ella. Y yo me muero por ti, susurró él. Vuelve ahora a este lugar como quien nada temiendo morir en la orilla.

Su madre hace años que sufre sordera aguda y cada vez le cuesta más entenderle y a su padre sólo la pesca y el fútbol consiguen ya dar color a su vida. Sus amigos, los de antaño, ya no son los mismos. A ellos no les fue mal y hoy son hombres de provecho con mujer, niños, dúplex y perro.

Trata de imaginar en qué lugar estará ella ahora. A dónde le llevaron sus aires de grandeza. Lo último que supo, recuerda, fue que vivía al otro lado del horizonte y que salía con un tipo mayor que ella y rico. De esos que tienen el dinero por castigo. De esos a los que apenas les cuesta esfuerzo hacer reales esos sueños que son imposibles para otros. De eso hace ya mucho tiempo. Después solo rumores. Nada más. La imagina al volante de un BMW camino del colegio para recoger a unos niños uniformados y con el pelo engominado. Asistiendo a cenas de lujo y fiestas de postín agarrada del brazo de su brillante marido. Iluminando cada rincón con su presencia. Provocando la envidia de los colegas de pádel de su esposo. Pablo Neruda escribió… "de otro, será de otro". Y así es. Y así debía ser. Porque al final el tiempo coloca a cada uno en su lugar. A ella en ese mundo de color rosa y a él en este otro donde toca levantarse a las 7 de la mañana para aguantar la soberbia de un jefe cuya afición en esta vida es amargar la de los demás. En este mundo se viaja en Metro y la corbata solo se desempolva para asistir a la boda de un amigo que creías perdido en el tiempo.

Cansado de auto compadecerse, decide partir y dejar atrás para siempre aquel bendito lugar y aquel viejo sauce. Con 36 tacos, ya va siendo hora de pasar página y dar carpetazo a su pasado. Dejó allí para siempre caricias, gestos y gemidos para que dejaran de revolotear en su cabeza y dar esquinazo a la tentación de volver a buscarla. Abandona su paraíso ajeno a la puta realidad. Un día, hace cuatro años, alguien intentó ponerse en contacto con él para darle un mensaje. Si su madre no estuviera presa de esa maldita sordera o si su padre no se hubiera ido a pescar aquella tarde, hoy, entonces, sabría que una fría mañana de otoño la luz de la niña de sus sueños se apagó para siempre. Una extraña enfermedad hizo que pasara los últimos días de su vida postrada en la cama de un hospital. Durante aquellas horas de angustia eternas y mientras su cuerpo permanecía inmóvil, su mente volaba lejos, buscando los brazos de aquel chico imberbe que se llenaba la boca jurándole amor eterno. Supo entonces que nunca volvería a verle y se culpó por ello. Pensó entonces en todas aquellas noches y un amargo lamento recorrió su pecho al recordar el día que le abandonó para siempre. El día que le dijo adiós a él y a aquel sauce llorón que aún hoy espera su regreso. El mismo árbol que ahora él deja atrás para siempre.


Clase de Cálculo, un lunes cualquiera de 2006

jueves, 19 de junio de 2008

Al otro lado del mundo

Cae la noche y la lluvia golpea con violencia el cristal de la ventana. El cielo está triste y en su búsqueda de desahogo decide descargar su lamento sobre este lugar perdido de la mano de Dios. Los truenos suenan a quejidos y hacen retumbar los cimientos de la casa. La luz que desprende cada rayo ilumina por unos instantes este hermoso paraje a orillas del Pacífico. A pesar del festival de luces y sonido, Martín permanece inmóvil junto a la ventana contemplando el espectáculo. Fuma tranquilo, sin prisa, como si no existiese el tiempo. Saborea cada trago de Zacapa como si fuera el último. Cierra los ojos al inclinar hacia atrás su cabeza para sentir cómo se precipita cada gota de ron por su garganta. Al otro lado del cristal el mundo parece estar a punto de explotar y sin embargo su única preocupación es dibujar con los labios perfectos aros de humo. Hace calor, como siempre en esta tierra. Por un instante siente el deseo de cruzar la puerta y salir al exterior para empaparse de todo ese llanto de cielo y sentirse vivo. Los altavoces de su ordenador esparcen por toda la estancia las notas de una triste canción que habla de un soldado al que se le escapa la vida en el campo de batalla y cuya última imagen es el rostro de una mujer que ama con locura y a la que, sin quererlo, condena a esperar su regreso eternamente. Suenan los primeros versos: «Gonna close my eyes, girl, and watch you go running through this life, darling, like a field of snow». Martín está solo, igual que la mujer del soldado. Declinó la oferta de sus amigos de quemar esta extraña pero tentadora ciudad por cuyas calles deambulan de la mano la tristeza y la pasión.

«Perfect summer's night, not a wind that breathes, just the bullets whispering gentle 'mongst the new green leaves». Sigue viva la agonía del soldado y Martín no puede evitar pensar en cómo era su vida antes de cruzar el charco y venir a esta parte del planeta. Siempre quiso viajar y conocer mundo pero nunca encontraba el momento oportuno. Había demasiadas cosas que le ataban a su tierra: su familia, sus amigos, su paraíso y un trabajo soñado. La treintena se le venía encima y Martín se había acomodado hasta el punto de que ya no le importaba no cumplir su sueño de emigrar. Su vida era intensa. Trabajaba de día y vivía de noche. No recuerda cómo ni cuándo pero de repente las mujeres empezaron a encontrarle muy atractivo. Puede que las horas de esfuerzo en el gimnasio hicieran por fin efecto. Quién sabe. El caso es que ni siquiera él acierta a contar cuántos cuerpos desnudos se deslizaron por las sábanas de su cama en aquel piso coqueto que compartía con su amigo de la infancia Guille. El éxtasis llegó cuando aquella atractiva jefa, odiada por todos y que rondaba los cuarenta, le propuso hacer horas extras en su chalet de ensueño. La vida le sonreía. Todo iba bien… hasta que se cruzó en su camino Lucía. De tez morena y larga melena rizada, Lucía es una de esas mujeres que te cautiva aunque uno no quiera. Sonreía como ninguna y cuando se atusaba el pelo el mundo parecía detenerse envuelto en un silencio sepulcral. Era perfecta… salvo por un detalle. Lucía era la novia de Guille. Todo hubiera sido distinto si aquella noche no se hubiera quedado a dormir en el piso a pesar de que Guille tenía turno de noche. Aquel cálido martes de Junio la vida de Martín dio un vuelco horrible. Dios sabe que empeñó todo su esfuerzo en no desear a aquella mujer pero cuánto más lo intentaba más la deseaba. El vino, la suave voz de Diana Krall y la temperatura ambiental se encargaron de casi todo. La lujuria hizo el resto.

Martín supo al amanecer del día siguiente que su vida nunca volvería a ser la misma. La jornada fue un infierno. En la oficina la pantalla del ordenador temblaba antes sus ojos mientras el fuego de la traición le escocía en el alma. No hay excusa para esto, se repetía una y otra vez. Llegó a la conclusión de que sólo le quedaban dos opciones. Una, echarle cojones, agarrar el toro por los cuernos y apechugar con su pecado aún a riesgo de perder para siempre una amistad de un cuarto de siglo. La otra opción, huir. Toda la valentía que tuvo la noche que traicionó a su amigo se convirtió a la mañana siguiente en cobardía. Así que, huyó. Es lo mejor para todos, escribió en la bandeja de entrada de Lucía. Aunque me temo que aún estando en el fin del mundo, seguiré huyendo toda mi maldita vida, concluyó. Lucía fue la única persona que entendió su decisión de partir. El resto, familia, amigos y compañeros de curro aún hoy se preguntan por qué Martín decidió alzar el vuelo cuando su mundo lucía un intenso color rosa.

El temporal amaina. La canción llega a su fin: «Next wave coming in like an ocean roar. Won't you take my hand, darling, on that old dance floor?». Martín desliza la cremallera de su maleta y extrae una carta. La tormenta parece resurgir cuando abre el sobre y saca la invitación de boda de su viejo amigo Guille. Una invitación que nunca podrá aceptar.

Matanza de los Oteros, una noche calurosa de 2006

miércoles, 18 de junio de 2008

En un mundo perfecto...

Tiene el pelo negro como el mismo carbón que se esconde en las entrañas de mi tierra astur. Los ojos bañados en un intenso marrón que hipnotiza cuando te miran. Su tez morena le da un toque exótico a ese cuerpo esculpido a base de curvas vertiginosas. Es atractiva pero discreta. Es hermosa pero le encanta disimularlo. Cuando mueve la cabeza y su pelo baila con el viento, el tiempo se ralentiza y mi mundo empieza a moverse a cámara lenta. Su piel desprende cierto aroma a sur y esconde un ligero sabor a salitre. Qué puedo decir de ese dulce acento porteño que heredó de la tierra que vio nacer a Borges. Cuando sonríe, te regala el mundo. Hace que te sientas invencible, inmortal. Eterno.

Su manera de caminar me hace perder la poca cordura que me queda. Recuerdo ahora la primera vez que la vi. Bailaba despacio pero con ritmo en un rincón de un pub que yo visitaba por primera vez. Allí estaba rodeada de sus amigas quienes conscientes de su atracción sobre los hombres lucían sus mejores galas. Sin embargo, ella vestía sencilla sin el menor atisbo de maquillaje en su rostro. Engañado por la escasa claridad y envalentonado por el ron me acerqué a ella como depredador que ataca a su presa convencido de salir victorioso. Cuando la luz de un foco descubrió su rostro ya era tarde para tocar retirada. Justo en ese momento, a diez centímetros de su cuerpo, me sentí pequeño. Minúsculo. Vencido. La presa resultó ser un lobo disfrazado de cordero que estaba a punto de devorar al confiado y presuntuoso depredador, o sea, a mi. Pensé que de perdidos al río y le solté una de esas típicas frases absurdas que los tíos empleamos para ligar o mejor dicho, para hacer el ridículo. No recuerdo muy bien cuales fueron mis palabras. O tal vez no quiera acordarme. El caso es que aquella noche Dios estaba en mi equipo y por eso media hora más tarde de aquel encuentro acelerado ella y yo compartíamos un fernet en la barra de aquel pub. En aquel rincón apartado de la multitud que bailaba y cantaba canciones de los 80 nos confesamos nuestras vidas. Le dije que no podía creerme que estuviera a mi lado y ella me dijo que no podía creerse que fuera tan pelotudo. Entonces, sucedió. Y desde aquella noche esta historia nos ha traído jugando a eso que llaman amor hasta el día de hoy. De un lado para otro, de acá para allá. Entre tardes de cielo anaranjado y noches en vela. Entre amaneceres llenos de bostezos y mañanas apáticas. Entre versos de Sabina y escenas de Darín. Entre cenas románticas y desayunos con mate. Pasado un tiempo me confesó que aquella noche cuando me vio acercarme hacía ella con paso torpe pensó que yo era el típico baboso que acecha a todas las mujeres del bar hasta que una cae en sus redes. Insisto, Dios aquella noche estaba conmigo.

La quiero. Lo confieso. Y la quiero porque conoce los rincones más profundos de mi ser. Conoce mis miedos, mis temores, mis defectos, mis pecados. Y aún así, me quiere y me acepta tal como soy. Hace mucho tiempo comprendí que no hay amor si no hay respeto. Y ella me respeta. A mí y a todo mi universo. Un universo donde no solo vive ella. Un universo en el que habitan también mi familia, mis viejos amigos, mi fútbol y mi pequeño paraíso. Sabe que no la cambiaría por nadie pero también sabe que todo mi tiempo y esfuerzo no son solo para ella. Si me arrebata alguna parte de mi mundo ya no seré yo al que ame. Será un tipo muy distinto del que ella se enamoró una noche de primavera. La quiero porque no es como las demás. Y no lo digo solo desde la devoción o debilidad sino también desde la experiencia propia y ajena. Con el paso del tiempo entendió que si apretaba la correa más de lo necesario yo saldría corriendo para no volver. Acordamos no pronunciar palabras como nunca, siempre o jamás. Acordamos también ceder siempre a partes iguales para que la balanza no siempre callera del mismo lado. Por todo eso y más, la quiero.

En un mundo perfecto el Tibet sería libre y no habría ni una maldita guerra en este mundo. En un mundo perfecto… ella sería real. Por desgracia este mundo se aleja bastante de la perfección. Los monjes tibetanos se temen lo peor, miles de personas siguen muriendo con un fusil en las manos y ella… no existe. Solo es un producto de mi imaginación. Una fantasía que aparece en determinados momentos de mi vida como las aburridas tardes de sábado o algunas frías noches de viernes. Un sueño que pido a gritos cuando me siento solo, cuando mis amigos me abandonan, cuando nadie me entiende. Al final siempre acabo rindiéndome a la puta realidad. Esa que dice que la palabra relación es sinónimo no solo de respeto, amor y placer sino también de renuncia, olvido y rendición. Alguien dijo: "quien bien te quiere, te hará llorar". Probablemente fue la misma persona que afirmó que la sarna con gusto no pica.

Avilés, una tarde lluviosa de Marzo de 2008

Cuando pienso en Matanza de los Oteros

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en mi abuela Consili y en ese hombre que recibió de manos de su nieto Alberto la placa de "Abuelo del año" en aquel verano del 91; pienso en mis padres, en mi hermana, en unos amigos... en mis amigos.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en un frontón maltrecho, en una piscina; pienso en una Comarcal, en unas Bodegas, en unos remodelados columpios; pienso en una Carralina, en una antigüa piscina abandonada y en ese sauce que aún hoy llora a su lado; pienso en un valle que tantas veces visitamos antes de que una carretera nacional le partiese el alma en dos.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en un verano... en todos los veranos de mi vida, en unas gélidas Navidades, en Semanas y Semanas Santas y cómo no, pienso en ese mes de Octubre y en su primer fin de semana y al hacerlo pienso también en un pregón, en una procesión, en varias orquestas, en una discoteca móvil llamada MC-5, en unas barracas; pienso en infinitos bingos perdidos y tan sólo uno ganado, pienso en un karaoke, en una hoguera, en unos fuegos artificiales; pienso en unas patatas preparadas con todo el esmero del mundo, en un jóven campeón de rana contra todo pronóstico (nunca olvidaré cómo Posi lo gritaba a la cámara mientras se fumaba un puro); pienso en castillos hinchables y en juegos para niños... y no tan niños; pienso en un almuerzo con chorizo, patatas y alguna copa de más alrededor de unas brasas.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en una niña de 13 años, en mi primer amor; pienso en mi primer beso, en mi primer cigarrillo, en mi primer estado de embriaguez, en mi primera calabaza, en mi primera y última infidelidad; pienso en mil y una noches perdidos por Valencia de Don Juan, en mil y una fiestas de pueblo, en mil y una carreras de bici haciendo trampas, en mil y un partidos de fútbol; pienso en un maratón de fútbol en Valderas, en una morena malagueña que conocimos entre partido y partido, en un Renault Laguna blanco convertido en bungaló, en una inoportuna enfermedad de Posi, en las 18 horas que me costó recuperarme de aquello; pienso en un campeonato perdido en Alcuetas cuando aún eramos jóvenes promesas el día que Vituky se ganó el cariñoso sobrenombre de Judas.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en todos y cada uno de los rincones donde nos reuniamos para intentar solucionar el mundo... un local en la Comarcal, un remolque abandonado en las eras muy bien acondicionado, un consultorio del que nos echaron injustamente, unos árboles en la Carralina (en realidad, aquello solo fue un proyecto que nunca se llevó a cabo); una Cañamona de la que fuimos nuevamente expulsados, un chalet en las afueras del que nos echaron a "tiros", nunca mejor dicho... tantos lugares!

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en una Puch modelo "Caribe", mi "Puchina", en una mala frenada en un camino de tierra (verdad, Floren?), en un buen rasguño en mi pierna, en la voz de Jose María diciendo "Me la pegué", pienso en la búsqueda inútil de un camino de tierra que uniera Zalamillas con Alcuetas en compañía de Xuanan.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en un cielo increiblemente naranja anunciando la llegada de la noche en los oteros, pero al mismo tiempo pienso también en un amanecer, en varios amaneceres, en ese que nos deleita al dar los primeros pasos del senderismo o en ese otro que nos acompaña en nuestra retirada a bordo del Gato y que paradojicamente nos desea felices sueños y leve resaca. Situaciones diferentes pero igual belleza y encanto.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en excursiones nocturnas entre Matanza y Zalamillas entonando aquel "Querida Enriqueta, con estas te escribo...", pienso en una escapada nocturna a Valdespino y en el mal trago que supone pasar al lado de la granja de Chorete en medio de la inmensidad de la noche (Vituky, repetimos?), pienso en una inoportuna tormenta de verano sorprendiendonos entre Alcuetas y Zalamillas y en fin, pienso en las 100 veces que copié el número de teléfono de mi casa.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en... mi pequeño paraíso.

Pero, creedme, sobre todo pienso en todas esas personas que he conocido gracias al pueblo donde mi padre vio la primera luz. Yo les llamo amigos y amigas. Gracias por todo. Os quiero.


Gracias a Quique González por la inspiración