sábado, 21 de junio de 2008

La chica del sauce

Era preciosa, suspiró. Tanto que ni él mismo sabe cómo la había hecho suya. Aquel cuerpo, aquellas piernas, aquellos ojos. Era preciosa, si, pero sobre todo, era suya.

Han pasado más de 15 años desde la última vez que se sentó al píe de este sauce llorón. Su mirada se pierde en el horizonte mientras intenta rescatar de su memoria los restos del naufragio. De vez en cuando los pájaros y el viento se ponen de acuerdo para dejar hablar al silencio y es entonces cuando cree oír al sauce llorón preguntándole por ella. Aquel ángel al que tanto amó bajo sus ramas caídas. Una noche, de casualidad, fumando en la ventana se quedó perplejo contemplando la luna y soñó que ella hacía lo mismo en ese instante. Cometió el error de pensar que ella aún le recordaba. Y por eso hoy ha vuelto. Pero aquí ya no queda nada. Ni nadie. Hace no muchos años este lugar era un hormiguero de gente y siempre era primavera. Después de varias lunas él le preguntó si aquello era algo más que un amor de verano. Ella vaciló. No dijo nada. Sus ojos hablaron por ella. Y él se echó a temblar porque se había enamorado locamente de aquella niña. Se temía lo peor. Él soñaba con escapar con ella y ella con huir sin él. El tiempo le dio la razón y su alma se rompió en añicos cuando ella dijo adiós. Te olvidarás de mi muy pronto, dijo ella. Sabes que siempre te querré, añadió sin reparo. Imposible querer a alguien para siempre… cuando nunca le has querido, pensó él. Finalmente ella voló en busca de aquel mundo que él no le podía dar. Y lo hizo dejando un aroma que aún hoy él lleva grabado en el alma. Quería ver mundo, viajar. Conocer lugares y cuerpos anónimos. Experimentar. Y en ese sueño no había sitio para él.

Ha pasado una eternidad desde entonces y aún hoy, en este mismo lugar, cree estar viendo la ropa de ambos desparramada por el suelo. Recuerda ahora con sabor agridulce tantas noches. Como aquella en la que un descuido casi les cambia la vida para siempre. Me muero si me quedo embarazada, exclamó ella. Y yo me muero por ti, susurró él. Vuelve ahora a este lugar como quien nada temiendo morir en la orilla.

Su madre hace años que sufre sordera aguda y cada vez le cuesta más entenderle y a su padre sólo la pesca y el fútbol consiguen ya dar color a su vida. Sus amigos, los de antaño, ya no son los mismos. A ellos no les fue mal y hoy son hombres de provecho con mujer, niños, dúplex y perro.

Trata de imaginar en qué lugar estará ella ahora. A dónde le llevaron sus aires de grandeza. Lo último que supo, recuerda, fue que vivía al otro lado del horizonte y que salía con un tipo mayor que ella y rico. De esos que tienen el dinero por castigo. De esos a los que apenas les cuesta esfuerzo hacer reales esos sueños que son imposibles para otros. De eso hace ya mucho tiempo. Después solo rumores. Nada más. La imagina al volante de un BMW camino del colegio para recoger a unos niños uniformados y con el pelo engominado. Asistiendo a cenas de lujo y fiestas de postín agarrada del brazo de su brillante marido. Iluminando cada rincón con su presencia. Provocando la envidia de los colegas de pádel de su esposo. Pablo Neruda escribió… "de otro, será de otro". Y así es. Y así debía ser. Porque al final el tiempo coloca a cada uno en su lugar. A ella en ese mundo de color rosa y a él en este otro donde toca levantarse a las 7 de la mañana para aguantar la soberbia de un jefe cuya afición en esta vida es amargar la de los demás. En este mundo se viaja en Metro y la corbata solo se desempolva para asistir a la boda de un amigo que creías perdido en el tiempo.

Cansado de auto compadecerse, decide partir y dejar atrás para siempre aquel bendito lugar y aquel viejo sauce. Con 36 tacos, ya va siendo hora de pasar página y dar carpetazo a su pasado. Dejó allí para siempre caricias, gestos y gemidos para que dejaran de revolotear en su cabeza y dar esquinazo a la tentación de volver a buscarla. Abandona su paraíso ajeno a la puta realidad. Un día, hace cuatro años, alguien intentó ponerse en contacto con él para darle un mensaje. Si su madre no estuviera presa de esa maldita sordera o si su padre no se hubiera ido a pescar aquella tarde, hoy, entonces, sabría que una fría mañana de otoño la luz de la niña de sus sueños se apagó para siempre. Una extraña enfermedad hizo que pasara los últimos días de su vida postrada en la cama de un hospital. Durante aquellas horas de angustia eternas y mientras su cuerpo permanecía inmóvil, su mente volaba lejos, buscando los brazos de aquel chico imberbe que se llenaba la boca jurándole amor eterno. Supo entonces que nunca volvería a verle y se culpó por ello. Pensó entonces en todas aquellas noches y un amargo lamento recorrió su pecho al recordar el día que le abandonó para siempre. El día que le dijo adiós a él y a aquel sauce llorón que aún hoy espera su regreso. El mismo árbol que ahora él deja atrás para siempre.


Clase de Cálculo, un lunes cualquiera de 2006

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy visitando a seguidores de Ismael Serrano, porque le hice un homenaje en mi blog. Así que si quieres participar, será un honor invitarte.
Un abrazo y enhorabuena por el blog, compañero, es una pasada.
Hasta pronto.

Julia dijo...

¡Me encantó la historia!. Bellamente escrita y muy sentida.

Saludos desde Córdoba, Argentina.

Moro dijo...

Gracias, Julia. Una historia demasiado triste para ser cierta aunque sospecho que alguien en algun momento y en algun lugar pasó por algo parecido

Maria dijo...

Y yo que lloro con estas cosas... Porque sí que pasan, no lo dudes.