jueves, 27 de mayo de 2010

Él ya sabe lo que hay

La recuerdo hermosa. La niña más linda del mundo. Es cierto que por aquel entonces el espacio que conformaba mi mundo era reducido pero aún así, estaba convencido de que tampoco habría nadie tan dulce más allá de mis fronteras. La recuerdo hermosa y esta foto perdida en el mapa de memoria de mi disco duro confirma ese recuerdo. A veces cuando me bloquean el paso las líneas de código y me pierdo en bucles infinitos, busco desahogo en carpetas llenas de recuerdos. Esta mañana justo antes de lanzar mi ordenador por la ventana decidí tomarme un respiro. Aparté de mi vista cualquier vestigio de lenguaje de programación y me fui a la cocina.

Mi mente se fue despejando. Abrí el paquete de Romasanta y un fuerte aroma invadió la estancia. Metí la bombilla en la calabaza y rellené con yerba casi hasta arriba. Añadí una cantidad generosa de azúcar y vertí el agua casi hirviendo. Como siempre, me quemé la lengua con el primer sorbo. Nunca aprendo. Es extraño pero este amargo sabor me relaja tanto que me sorprende. Y me lleva a un lugar muy lejos de aquí. Serán las ganas de volver a cruzar el charco, murmullo. Regresé entonces, mate en mano, a la pantalla de mi ordenador con la intención de sumergirme en busca de algo que me hiciera suspirar y despejase la niebla de mi cabeza.

Escondida entre infinitos bits encontré una foto. Esta foto. Una de tantas que escaneé años atrás y que con el tiempo había olvidado. Y allí estaba ella. Radiante. Inmóvil. Inmune al paso de los años. Ignorando que mucho tiempo después alguien observaría su gesto. En silencio, sin compañía. Han llovido mares y océanos desde la última vez que contemplé su rostro. Tanto tiempo sin recordarla que decido quedarme en ella unos segundos. Como si no supiera la respuesta me pregunto cómo una secuencia de ceros y unos puede albergar tanta belleza. La foto es perfecta y no solo por su presencia. El cielo está pintado de un azul que casi molesta a la vista. Si existe el paraíso, Dios debió pintar su techo de ese mismo color. Justo a la altura de sus ojos el azul del cielo se mezcla con el verde claro del césped. Aquel césped que nos vio crecer y que aún hoy recuerda nuestros pasos. A lo lejos dos niños juegan con una pelota. Ellos no saben que alguien les está inmortalizando para siempre. Una mujer le da de comer a su hijo como sólo una madre sabe hacer mientras lo único que le preocupa al niño es volver cuanto antes con sus amigos. En otro lugar, una pareja se abraza efusivamente sobre la toalla ajenos a todo lo que les rodea. Sus caricias llenan de ternura la foto. El sol no quiso salir retratado pero su luz ilumina con fuerza todo el escenario dando fe de su presencia. El calor debía ser agobiante porque la piscina está llena de gente. Unos nadan, otros juegan. El agua está encrespada de tanto ajetreo y el efecto de los rayos del sol sobre el manto cristalino provoca un efecto idílico y deslumbrante. Vuelvo a su rostro y descubro un mechón de pelo negro como el carbón que recorre su mejilla y se detiene justo a la altura de sus labios. Había olvidado ese discreto lunar en la comisura de su boca. Esa media sonrisa parece forzada. No lo sé. Lo que es seguro es que su gesto no desprende la dulzura que tantas noches soñé para mí. Siendo niño aprendí que cuando uno intenta disimular sus sentimientos hacía otra persona consigue el efecto contrario. Por eso todos mis amigos sabían lo que yo sentía por aquella niña. Cuando les pedí con alguna excusa absurda que se apartaran para sacarle una foto solo a ella tuve que aguantar susurros y carcajadas que pintaron mis mofletes de un color rojo intenso. Pero no me importó. Aguanté estoicamente el tirón y conseguí aquel fotograma que tanto deseaba. Hoy el mundo sería el mismo sin esta foto pero en aquel momento lo deseaba tanto que no me importaba que se burlasen de mí todos mis amigos. Tampoco que ella no sintiera lo mismo por mí.

Porque así era y así fue hasta que desapareció de mi vida. Y yo lo sabía. Lo supe siempre. Desde el principio. Pero sucede que a veces uno escucha sólo las voces internas que le interesa y silencia las que no. Las ignora aunque sabe que están ahí. Después, cuando llega el fracaso y el cielo se nubla, uno recuerda aquellas voces que le advertían del peligro. Demasiado tarde.

Desde el primer día que la vi hasta el último que suspiré por ella supe que siempre estaría un paso por delante de mí. Siempre inalcanzable. Dicen que el primer amor se recuerda eternamente. Lo cual no deja de ser irónico porque siempre sale mal. Nunca el primer amor es el último. Por eso es el primero. Por eso es amor. Ese amor tierno que no entiende de lujuria. Que ignora el pecado original. Que te desnuda sin quitarte la ropa. Con el paso de los años y la pérdida de inocencia uno llega a pensar que ese es el amor más verdadero. El único, quizás. Amor puro, sano. Amor sin alquileres, sin hipotecas, sin deudas, sin desempleo. Amor sin infidelidades, sin discusiones. Sin la culpa es tuya, no, es tuya. Sin yo dije esto y tú dijiste lo otro. Sin quién es esa que te saluda tan sonriente y sin quién es ese que te mira el culo. Sin tenemos que hablar y sin nos estamos tomando un tiempo. Ese amor callado, sufrido, no correspondido. Ese amor que te hace soñar con su mano y su mejilla. Esperando en la sombra un gesto, una sonrisa, un guiño. Ese amor que te eriza la piel cuando hueles su colonia Disney o el aroma de su champú Johnson's.

Una noche la vi bailar. Ahora lo recuerdo. Se movía rápido al son de la música. No recuerdo la canción ni la letra. Sin embargo la puedo ver como si estuviera pasando ahora mismo. Aquí, justo delante de mí. Jeans ajustados, camiseta negra, jersey amarrado en la cintura y calzado deportivo blanco. Hubo un tiempo no muy lejano en el que las niñas de 14 años vestían así. Sin insinuaciones ni escasez de tela. Y allí estaba yo a escasos metros. Mirando. Sin bailar. Sin hablar. Sin respirar.

Ella nunca sintió nada por mí. Es cierto. Sus ojos siempre eran para otro, nunca para mí. Siempre en el banquillo esperando mi oportunidad. Siempre en la sombra, en segundo plano. Siempre era otro el titular, el que jugaba y anotaba los goles. Siempre otro el guapo, el bueno, el listo. Cada verano un rival distinto. Cada verano esa amarga sensación de saber que nunca saltarás a la cancha por mucho que trabajes en los entrenos. Y así fue pasando el tiempo.

Una tarde cualquiera de un agosto cualquiera me pidió una goma para el pelo y yo se la presté. En aquella época una de las modas consistía en llevar gomas de pelo a modo de pulsera sin distinción de sexo ni de longitud de pelo. El caso es que me la pidió y yo no me lo pensé dos veces. Era azul celeste. Cuando me la quiso devolver le dije que no, que se la regalaba. En un intento vano de aparentar ser el tipo duro que nunca fui, añadí que tenía tantas gomas que me sobraban, que una más, una menos, daba igual. "Vale, pues gracias", me dijo. A los pocos días volví a encontrarme con aquel regalo celeste que le había hecho pero no estaba en su pelo ni en su muñeca. La goma estaba en la muñeca de otro. Uno de tantos compañeros de batallas que se convertían en enemigos cuando era ella la conquista. Aquello me partió el alma. Recuerdo que se la pedí al nuevo propietario con alguna excusa tonta y una vez en mi poder de nuevo, la quemé. Era mi pequeña e inútil venganza. Mi modo de desahogarme. Como aquella otra vez...

Días atrás, uno del grupo nos contaba al resto, con tono orgulloso y valiente, cómo había estado la noche anterior compartiendo estrellas y besos con ella. Mientras él contaba la historia, los celos y la rabia contenida me revolvían las entrañas. Contaba además que cuando se despidieron, ella le había dado como recuerdo un anillo que le había regalado su madre. Quédatelo unos días, dijo ella, para que te acuerdes de mí y de esta noche. Mientras hablaba nos mostraba sonriente su dedo meñique en donde reposaba el anillo. Recuerdo que todos le miraban con cara de admiración. Todos menos yo, que en ese punto ya estaba invadido por el sabor amargo de una nueva derrota. A los pocos días sin saber cómo ni dónde, aquel niño perdió el anillo. Nos lo contó en voz baja y con miedo de que ella se enterase. Confieso que me alegré al saberlo. Lo siento pero me alegré mucho. El desamor despierta en uno el lado malvado del ser humano. Aquel mismo día en una de mis zambullidas en la piscina noté algo al intentar tocar fondo con los píes. Me sumergí para echar un vistazo pensando que era una piedra o algo similar sin sospechar lo que me esperaba en la profundidad. Y lo que había no era otra cosa que el anillo. Juró por Dios que allí estaba el anillo. En el fondo de la piscina cual tesoro de navío español esperando ser rescatado. Supe nada más verlo que era el anillo de la niña de mis sueños imberbes. Lo supe. No podía ser otro. En aquel momento no fui del todo consciente pero según pasan los años aquel acontecimiento se vuelve más inverosímil cada vez que lo recuerdo. Cuando eres niño crees en todo pero no crees en nada. Crees que todo es posible pero tus creencias sobre la vida aún están por formar. Ahora, como adulto, no creo en las casualidades porque creo que todo ocurre por un motivo, todo tiene un por qué. Pero la verdad es que aún hoy no encuentro el maldito sentido de aquello. Rescaté el anillo del fondo y lo guardé en el bolsillo del bañador antes incluso de salir a la superficie. Éramos niños y todos éramos amigos de todos. La amistad no tiene el valor ni el significado que tiene cuando eres adulto, pero aún así aquel niño que me había robado la ilusión era mi amigo. Sé que debí contárselo. Sé que debí portarme con lealtad y devolverle el anillo. Pero no lo hice. Quizás porque nunca acepté aquella derrota o quizás porque sentía que ese anillo debía tenerlo yo. El caso es que no dije nada a nadie y esa misma noche me fui a hablar con ella a solas. Le devolví el anillo y le dije que tuviera más cuidado la próxima vez que regalaba algo a alguien. Con gesto de sorpresa me dio las gracias y sin más, me fui. Y me fui con esa chulería tímida de quién deja a alguien en evidencia, pensando que después de aquello se enfadaría con él y vendría corriendo a mis brazos. Me equivoqué. Claro. Desconozco sí ella estaba al corriente del extravío de su anillo o si no sabía nada. Al día siguiente mi amigo, que era mayor que yo en edad y altura, me agarró por el pescuezo y me amenazó sin pronunciar una sola letra. No llegó a articular palabra aunque no le hizo falta. Me zarandeó levemente mientras se mordía el labio inferior. Sus ojos desprendían odio. Sin más me soltó y se fue. Quizás sintió lástima de mí o quizás pensó que no merecía la pena pegar a un amigo por algo así. O quién sabe, quizás pensó que a ella no le parecería bien que me diera una paliza. Nada cambió y todo siguió como estaba. Ella recuperó el anillo, él no perdió a su chica y yo seguía sentado en ese banquillo de suplentes que nunca abandoné.

Ocurrieron unas cuantas historias más entre ella y yo que ahora no quiero recordar. Distintas situaciones pero idéntico final. Después de varias derrotas y otras tantas desilusiones, por fin llegó mi oportunidad. O al menos eso pensé en aquel verano del 96. El terreno estaba despejado. No había moros en la costa ni pretendientes con ramos de flores. Nadie había movido ficha. Solo estaba yo y me la tenía que jugar antes de que alguien se adelantase. Era mi turno. No podía permitirme otra derrota. O al menos no sin luchar. Si pierdo, que sea con barro en las botas y el cuchillo entre los dientes. Y así fue como llegó mi error. El gran error. Una noche de luna llena le confesé lo que sentía por ella. Le eché un par de huevos, me armé de valor y entre tartamudeos y cosquilleos de estómago me sinceré. Le abrí mi corazón y lo dejé al descubierto sin escudos ni protección. Solté todo de carrerilla sin que ella dijese absolutamente nada. Después de un silencio incómodo todo se terminó. Para siempre.

No recuerdo sus palabras exactas pero en aquel preciso momento supe que nunca estaríamos juntos. Cavé mi propia tumba aquella noche de verano en la que confesé mi amor por ella. No la culpo. Nunca lo hice. No se puede culpar a nadie por no quererte ni tampoco obligar a que te quieran. Eso es fácil de entender pero difícil de asimilar. Aquella noche lloré. Así, tal cual, como suena. Solo, en la cama, antes de dormirme. Lloré como el niño que era por algo que ni los adultos saben asimilar. El rechazo. La derrota.

Quiero volver atrás por unos segundos, viajar en el tiempo. Quiero colarme en esa habitación y hablar con ese niño. Quiero consolarle, decirle que la vida está llena de sinsabores pero que el mundo no se acaba por mucho que te parta el corazón la niña de tus sueños. Quiero decirle también que en el amor no hay derrotas ni vencidos, ni rivales ni enemigos. Que no hay titulares ni suplentes. Que no hay más que dos y que el resto del mundo no importa. Quiero que aprenda a asumir el rechazo y a levantar la cabeza. Que sepa que el primer amor siempre duele, que no es nada extraño el dolor que siente y que otros muchos lo sintieron antes o lo sentirán después. Vendrán tiempos mejores y otros rostros iluminarán su vida. Sobre todo quiero decirle que no se culpe por nada, que se sienta orgulloso de haber hablado con el corazón. Si alguien te gusta, hay que decirlo. Siempre. No sea que la otra persona sienta lo mismo. Eso quiero decirle para que no lo olvide nunca, pero... Está medio dormido. Quizás sea mejor no despertarle y dejar que la vida le enseñe todo esto poco a poco, paso a paso. Que aprenda a base de tropezar y que las derrotas le hagan fuerte y sabio. Tal vez así cuando crezca y se haga mayor no necesite buscar un rincón en internet como este para escribir y desahogarse.

Tiempo después de aquella noche, un viejo amigo que estuvo con ella me contó que antes de que ocurriese nada entre ellos, él le habló de mí. Le dijo que yo era su amigo y que no quería hacerme daño. Ella le contestó: "Él ya sabe lo que hay". Y sí, claro que lo sabía. Siempre lo supe.