lunes, 14 de septiembre de 2009

Insomnio

Son las cuatro menos cuarto de la madrugada de un martes que no quiere llegar y Tristán no puede dormir. La última media hora la ha vivido con los ojos como platos y las pupilas clavadas en los números rojos de su radio despertador. Decidió quedarse quieto después de recorrer mil veces la cama de un lado a otro intentando encontrar una postura para dormir. Probó incluso el viejo truco de cerrar los ojos con fuerza como hacía en aquellas largas noches de infancia cuando esperaba ansioso la llegada de los Reyes Magos. Nada. Cuanto más empeño ponía más aumentaba su desvelo. Lo malo es que, a diferencia de antaño, esta noche tanta angustia no encontrará una recompensa envuelta en papel de regalo. La luz naranja de las farolas se abre paso entre las rendijas de la persiana. A través de las ondas alguien habla de mitología y héroes del pasado pero hace rato que Tristán dejó de escuchar la radio. La situación empeora cuando empieza a contar mentalmente los segundos que pasan. Uno por cada vez que parpadean los puntos rojos que separan las horas de los minutos. Y mientras lo hace se da cuenta de algo: intentar dormir a la fuerza es como obligar a alguien a quererte. Inútil. Llegado a este punto, decide rendirse. Enciende la luz de la mesita, apaga la radio y un suspiro inunda la habitación.

Hay muchas personas que aseguran no poder tomar café por las noches porque éste les arrebata el sueño. Tristán sabe que ese no es el motivo. Nunca lo fue. Hace tiempo que se volvió inmune a la cafeína. Cuando otros niños de su edad tomaban Cola Cao, su abuela materna ya le preparaba una tacita de latón con leche caliente y unas gotas de café. Aún recuerda aquel aroma y aquellas manos que le atusaban el pelo mientras él sorbía poco a poco, con cuidado de no quemarse la lengua. Tristán sabe que su desvelo tiene un origen distinto. Hace tres meses se quedó sin trabajo y desde entonces todos sus intentos por encontrar sitio en otra empresa han sido inútiles. A veces tiene la extraña sensación de estar perdido en una isla desierta y que todos los mails que envía con su curriculum y su esperanza no son más que mensajes que lanza al océano infinito dentro una botella. Solo papel mojado. El tiempo pasa y Tristán sigue en su destierro particular esperando una respuesta que le rescate del naufragio. Los días avanzan lentamente y las noches son desiertos sin horizonte. Su fracaso laboral ha abierto además una vieja herida que creyó olvidada. El día que su jefe le comunicó el despido, éste puso cara de lástima, como dando a entender que aquello le dolía más a él que al propio Tristán. Como diciendo te quiero como a un hijo y esto no es fácil para mí pero… tienes una hora para dejar tu mesa libre. "Será cabrón, si nunca le caí bien" pensaba mientras metía sus cosas en una pequeña caja de cartón. Algo parecido sintió aquella tarde de lunes cuando Susana se fue de casa. Antes de cruzar el umbral de la puerta y llevarse para siempre su aroma y su ropa interior, ella le dijo: "Sabes que siempre te querré, nene". La misma cara de lástima. La misma falsedad.

El problema de tener tanto tiempo libre no es caer en el aburrimiento. El problema es pensar demasiado. En todo. En nada. En cosas en las que hasta entonces nunca antes habías reparado. Pensar en pasado, presente y futuro para acabar arrepintiéndose de lo primero, maldiciendo lo segundo y temiendo lo tercero. Vueltas y más vueltas. Todo inútil. Todo en balde. Sucede que en muchos casos la cabeza va por un lado y el corazón por otro. Y mientras tanto el cuerpo se queda inmóvil en medio de ambos sin saber muy bien qué hacer y qué camino tomar. En las tardes interminables, cuando se cansa de auto compadecerse y de actualizar su bandeja de entrada, agarra el teléfono y llama a un amigo. Uno de los eternos, de esos que te quieren incondicionalmente. Eso le alivia. Y mucho. Su lista de pelis pendientes se acabó hace tiempo y sus viejos discos de Dylan ya no le animan como antes. Tener todo el día libre supone también quedarse sin excusa para no atender las llamadas diarias de su padre o de su madre. Sin remedio alguno, se resigna a escuchar las palabras de alguien que desde el otro lado no entiende que siga viviendo solo si no tiene un trabajo que cumplir ni un sueldo que recibir. Ni nadie que le espere o alguien a quién esperar. Pero volver sería rendirse. Dar la razón. Rebajarse. Y el orgullo siempre fue su bandera.

Todas las mañanas, Tristán acude puntual a su cita con nadie en el Café Da Vinci, justo en frente de su portal. Con leche. Dos de azúcar, por favor. Revuelve con parsimonia el café mientras finge leer el periódico. Sus ojos miran al papel pero su mirada busca el rostro de la camarera. Alicia. Ese es su nombre. Tristán lo supo el día que ella le explicó el por qué de esa letra A tatuada en su tobillo. Aquel día Tristán notó algo en sus ojos. Él nunca se lo dijo, y no se atrevería aunque quisiera, pero siempre sospechó que esa A era el recuerdo de un tipo que la abandonó por otra una fría mañana de otoño. Alicia es una de las dos cosas positivas de su inactividad. La otra es no tener que madrugar. Verla cada mañana es una de las pocas cosas que Tristán puede hacer sin precisar compañía alguna. Otras actividades requieren la ayuda de sus amigos y éstos, por suerte para ellos, aún conservan sus trabajos.

Cuatro menos cinco de la mañana. Después de una breve visita al baño, Tristán atenta contra su salud ignorando los consejos de los posters que adornan las consultas de los médicos. Taza de café en mano, cigarro, mechero y cenicero. Y así, cual alma en pena, deambula por el pasillo huérfano de luz arrastrando por la alfombra el cordón del albornoz. La idea de sentarse en el sofá la descartó en seguida porque sospechaba que acabaría encendiendo la televisión. Y la oferta televisiva a ciertas horas (últimamente a todas) perjudica seriamente la salud mental. Mucho más que fumar y tomar demasiado café. Definitivamente a Tristán no le ayudaría nada la visión de un fulano volviéndose loco y pidiéndole a gritos que por favor llame para resolver el gran enigma: animal de cuatro letras que empieza por VA y acaba por CA. Pista: tiene cuernos, da leche y muge. Ni siquiera contempló la idea de buscar algo de sexo en algún canal local. A diferencia de aquellos tiempos de espinillas (también llamados pornocos), en los que no emitían cine erótico y lo poco que había era codificado, ahora lo emiten en abierto. Incluso en más de un canal. Pero tampoco es algo que necesite en estos momentos y además entre tanta ventana, tanta publicidad subliminal, tanto colorido, tanto número y tantos mensajes uno acaba perdiendo el hilo de la película. Que es lo que verdaderamente importa. O sea.

Sus pasos le llevan ahora a la sala del ordenador. Amaga con encenderlo cuando, al sentarse en la silla, su píe tropieza con algo. Ese algo no es otra cosa que una vieja caja de zapatos (él prefiere llamarla su pequeño baúl de los recuerdos) donde guarda retales y recuerdos de su pasado. Penúltimo sorbo de café. Tristán sufre un ataque de nostalgia y pone la caja encima de la mesa. En este punto ya olvidó su deseo de encender el ordenador. Retira la tapa y de repente un leve aroma añejo le golpea en la cara. Un aroma a hierba seca y tierra recién mojada. Su cuerpo sigue presente pero su alma se ha ido lejos, a otro lugar, a otro tiempo. Mira adentro. Revuelve con mimo. Despacio. Cartas y más cartas de un tiempo en el que el correo llegaba escrito en papel y sólo una vez al día. Hay más. Mecheros, cientos de ellos, todos sin gas. Hojas sueltas con nombres y direcciones de aquellos días de campamento. Una postal de Buenos Aires que dice "Si estuvieras acá, los tangos de Florida no sonarían re melancólicos". Una caja de cerillas sin usar de marca Payasos que le regaló su compadre Nelson cuando conoció el nuevo mundo. Fotos sueltas sin orden ni sentido ni rostros repetidos. Fotos de épocas y vidas distintas. Un calendario del 99. Una cajita vacía de Capitán Gaucho (Dulce de leche con solo 88 calorías). Otra postal, esta de Turquía, con la firma de una amistad eterna. Un boleto de avión con aroma a Pacífico. Una pulsera. Un collar. Un pequeño anillo de plata que el tiempo ha ido pintando de verde. Un cartón de bingo. Una púa de guitarra esperando ser usada. Un recorte de periódico que le recuerda que hubo un tiempo no muy lejano en el que fue una promesa del fútbol. Una entrada de cine rasgada por la mitad. Un posavasos firmado. Una llave de su viejo auto con el que aprendió a conducir y a amar. Una moneda de la Abadía de Saint Michelle. Un billete de 5 quetzales y otro de 2 lempiras con el rostro de Marco Aurelio Soto. Tristán sigue rebuscando y cada hallazgo es un halo de alivio, de calma, de sosiego. Ya no recuerda el por qué de lo que hace ni lo que hacía media hora atrás.

Cuatro y veinte de la madrugada. Su cuerpo está ahora mucho más relajado. Sus músculos se han liberado de la tensión que no le dejaba encontrar postura en la cama. Encuentra por último su vieja libreta con pastas de cartón con la imagen de la Torre Eiffel por un lado y una pegatina con el escudo del Real Madrid por el otro. Ahí está, esperando agazapada en el fondo de la vieja caja de zapatos. Allí dentro descansan letras de canciones traducidas de español a inglés y viceversa. Hay también historias, cuentos, palabras sueltas. Frases que ahora carecen de sentido pero que en su día seguramente lo tuvieron. Y mucho. Escondido en las últimas hojas hay unos folios doblados por la mitad. Tristán saborea el último trago de café y enciende otro pucho. La intriga le invade. Desconoce por completo la procedencia de aquellas hojas. Las desdobla y al hacerlo se le escapa una carcajada tímida. Justo después se muerde el labio inferior. No podía creerse que aquel documento aún existiera. Otra carcajada esta vez acompañada de un suave "¡Madre mía!". Allí estaban las mil veces que copió a modo de castigo paternal el número de teléfono de la casa del pueblo. Mil veces. Ni una más ni una menos. Aquel bendito número se grabó a fuego en su memoria. Cómo olvidar aquellos dígitos y cómo olvidar aquel día…

Corría el año 98. Todo el mundo tiene su verano y aquel fue el de Tristán. Francia ganaba su primer mundial de fútbol después de avasallar a Brasil en la final disputada en el Stade de France. A varios miles de kilómetros de allí estallaba en la corazón de África uno de los conflictos bélicos más mortíferos y sangrientos de la historia de la humanidad. Una guerra que algunos bautizaron como Guerra Mundial Africana y que a su paso dejaría en el camino casi cuatro millones de muertos. Ajeno a todo aquello, Tristán saboreaba su adolescencia en el pueblo que vio nacer a su padre entre bicicletas, zambullidos, deportes y hormonas desperezándose. Una tarde de aquel verano del 98, él y sus amigos decidieron montarse en sus bicis y poner rumbo a un pueblo vecino. La versión oficial hablaba de un partido de fútbol contra los chavales del lugar. La versión extraoficial consistía en aprovechar el viaje y cortejar con las chavalas del lugar. El caso es que el regreso se demoró y la noche se les vino encima. Para empeorar la situación entró en escena una de esas tormentas de verano que son breves pero que tienen muy mal genio. Además, son como esa visita que se presenta en casa sin avisar y pilla a uno en calzoncillos y sin cerveza en la nevera. La distancia que separaba a Tristán y sus amigos de casa era pequeña, apenas seis kilómetros. Al final resultaron ser los seis kilómetros más largos de sus vidas. A los diez minutos de empezar el viaje el cielo se cerró por completo y la tormenta terminó de explotar con toda su rabia. Empapados de agua fría y miedo avanzaban entre la lluvia y la oscuridad sin dejar de pedalear ni un solo instante. A mitad de camino se detuvieron en una gasolinera para resguardarse del temporal. A esas alturas del partido, la humedad y el agua ya encogían todos sus músculos. Alguien dijo: "valor y al toro, tíos, que aquí no hacemos nada, en cuanto pare un poco seguimos que ya estamos cerca, mirad, ya se ven las luces del pueblo desde aquí". Sin perder apenas tiempo, volvieron a subirse en las bicicletas y pusieron rumbo a casa. Circulaban en fila india. Sin luces ni chubasquero. Sin casco ni ropa reflectante. Sin pronunciar palabra ni cántico alguno como otras veces. La cabeza gacha y los ojos medio cerrados para combatir la lluvia. Las luces del pueblo cada vez estaban más cerca.

Cuando Tristán enfocó su calle, miró a lo lejos y un respigo le recorrió el cuerpo al ver cierto jaleo en la puerta de su casa. Familiares y amigos esperaban nerviosos y preocupados la vuelta de los chavales del pueblo. Nadie sabía dónde estaban, nadie les había visto partir. Nadie sabía nada y las familias se pusieron en lo peor. Tristán no tuvo tiempo de pronunciar palabra alguna. Cuando llegó a la altura de los ojos de su padre, éste fusiló a su hijo con la mirada. Una vez dentro de casa estalló una nueva tormenta. Han pasado muchos años desde aquello. Muchos. Casi media vida. Aún así, Tristán lo recuerda cómo si fuera hoy. Nunca antes de aquella noche había visto a su padre así. Y nunca más desde aquel día su padre volvió a gritarle como aquella noche. Tristán no esperaba una fiesta de bienvenida tipo "Welcome, Mr. Marshall" pero tampoco podía imaginarse aquella bronca paternal. Una vez se calmaron un poco los ánimos su padre le preguntó por qué no había llamado para avisar de la situación. Tristán cogió aire, miró al suelo y dijo: "es que… no sabía el número". La tormenta volvió a explotar.

Su mirada se torna melancólica y piensa en algo que vio días atrás. Tristán saboreaba su café matinal en el Da Vinci. Mientras buscaba con la mirada la silueta de Alicia, vio a tres señoras con sus hijos sentados todos ellos en una mesa. Pudo observar cómo, mientras ellas hablaban sin parar, los niños permanecían sentados a su lado. Uno jugaba con su Nintendo DS. Otro se concentraba en su PSP. Y un tercero escribía un sms en su móvil de última generación. Ni una sola palabra entre ellos. Los críos de ahora lo tienen todo más fácil. Y entonces no puede evitar pensar que aquel mal trago del verano del 98 se hubiera evitado con un simple sms. Con quince míseros céntimos.

"Papa,nos piyo la tormenta,pueds venir a buskrnos?Gracias"

martes, 9 de junio de 2009

Julieta

Conocí a Julieta una fría tarde de lluvia. Sus ojos me secuestraron y supe entonces que todo el oro del antiguo Perú no podría pagar mi rescate.

Me he pasado la vida negando el amor a primera vista, desconfiando de flechazos certeros, burlándome de ese niño con alas llamado Cupido y dudando de quienes aseguraban haber sucumbido con una sola mirada, con un solo gesto. Con un instante. Nunca comprendí enamorarse sin un nombre, sin una palabra, sin un por qué. Sin el roce de una piel, sin el sabor de unos labios. Sin amaneceres compartidos y noches que nunca terminan. Sin dulces prendas invadiendo la alfombra de la habitación. En una ocasión Ismael Serrano preguntó a su público si creían en los amores a primera vista. Antes de que los allí presentes pudieran expresar su respuesta con gestos o palabras, el artista respondió con otra pregunta: "¿Es que acaso existen otros?". Recuerdo haber sonreído al escucharlo. Y recuerdo también haber contestado a su pregunta en voz alta. Solo, en mi habitación. En otro momento, en otro lugar. Y dije no. No creo. Claro que no. Y si, por supuesto que hay otros. Ese amor que nace de la confianza, de la convivencia. Que crece con el tiempo, día a día, gesto a gesto. Ese amor de cafés, de cine y palomitas, de "si quieres te acompaño hasta tu portal". Ese amor que se construye a base de sueños que provocan suspiros y miedos que amenazan con romperte el alma. Ese amor que sube, que avanza firme, que no se detiene. Que no quiere rendirse ante la adversidad. Que salta muros y derriba barreras. Ese amor que se apoya en la confianza que uno siente cuando sabe a quién ama, cuando conoce cada rincón de la otra persona. Ese amor de sol y tormenta, de sonrisas y lágrimas, de luces y sombras. Ese amor.

Todo eso pensaba y en todo eso creía… hasta que una tarde de invierno la lluvia me trajo a Julieta. Y entonces todo cambió. Cuesta toda una vida forjar tus creencias y tus principios. A veces basta solo un segundo para que todo se tambalee y nada de lo creído tenga sentido. Cuando uno escupe hacia arriba, la saliva termina cayendo en su cara. Nunca falla. Tarde o temprano. No es ley de Murphy, es ley de vida. En una ocasión una señora del barrio de La Sultana en Bogotá aseguraba haber visto la imagen de la Virgen María en las alas de una mariposa mientras limpiaba el cuarto de sus hijos. Sin perder un instante acudió al párroco del barrio para contarle el milagro pero éste se negó a ir a la casa para comprobarlo porque según él "estas cosas no son reales". Yo era ese párroco solo que en mi caso no pude cerrar los ojos al sentir a la mariposa revoloteando a mi alrededor. No tuve opción de eludir su encuentro. Y miré. Y encontré a Julieta escondida en sus alas. El mundo está lleno de ironías, de sucesos que te abren los ojos y te obligan a creer en todo aquello de lo que siempre renegaste.

Nunca supe realmente lo que sentía por ella hasta que me mandó al olvido. A ese profundo y oscuro olvido donde habitan los corazones rotos y los amores no correspondidos. Me doy cuenta de algo. Estoy contando el final sin contar el principio. Desvelo el amargo desenlace casi sin presentar a los personajes. Lo sé. Pero casi nada tiene sentido en esta historia atípica que terminó antes de empezar y que empezó antes de contemplar el rostro de Julieta por primera vez. Porque ahora sé que la quise antes de aquella tarde de lluvia. Qué extraña sensación querer antes de conocer. Cómo expresar este sentimiento y ser comprendido. En el intento de explicar, fracasaré, me faltarán palabras y quien me escuche asentirá con la cabeza mientras finge entender. De repente un día, cuando menos lo esperas, conoces a alguien y en ese mismo instante, justo ahí, experimentas esa sensación. Esa extraña certeza de saber que ella existía mucho antes. Que siempre existió, que siempre estuvo ahí. Escondida. Esperando el momento para doblar la esquina y cruzarse en tu camino. Para dar respuesta a tanta pregunta. Para dar sentido a tantas historias inacabadas. Entonces el mundo se detiene y todo pasa a un segundo plano. Todo. Y ya no te parece tan absurda esa estúpida idea de enamorarse en un solo instante. A lo lejos te parece escuchar el suave revoleteo de unas alas y una dulce carcajada de niño se burla de ti.

Vuelvo atrás. Un minuto antes de ver a Julieta por primera vez deambulaba por la calle maldiciendo mi suerte. Corrijo. Maldiciendo la idea de venir a este lugar dejado de la mano de Dios para celebrar con mis amigos que un año más se nos va de las manos para siempre. Quería huir de mi norte por unos días. Quería ver el sol, quería olvidarme de la lluvia, quería recibir el nuevo año con cierto aroma a sur. Quería desconectar. Nada. No pudo ser. Ni sur, ni sol, ni aroma. La lluvia me pega con cierta violencia en la cara. Empiezo a empaparme y una vez más juro que nunca dejaré los planes sin hacer hasta última hora. Una vez más juro vengarme de esta maldita pereza que siempre me invade. Intento ser positivo, intento cambiar mi cara de cárcel pero es difícil. El viaje ha sido duro y no encuentro la maldita casa donde aguardan mis amigos. Mis viejos amigos. "No tiene pérdida", me dijeron. Debí desconfiar. Seis menos cuarto de la tarde. Oscurece y como siempre seré el último en llegar. Últimamente tengo la amarga sensación de llegar tarde a todos los lugares. Los invitados a la fiesta me llevan ventaja. En tiempo y en alcohol. Me canso de dar vueltas y saco el móvil. Agenda. Guille. Llamando. No hay respuesta. Cojonudo. Prosigo mi marcha sin rumbo y después de dos pasos levanto la mirada. A lo lejos veo unos brazos agitándose enérgicamente, intentando llamar mi atención. Es Guille y viene acompañado. Distingo detrás de él dos siluetas femeninas. "Coño, Moro, ya pensábamos que no venías, tú siempre tan puntual". Nos abrazamos. Habían pasado cuatro meses desde nuestro último encuentro y quizás por eso cierro los ojos al hacerlo. María aparece sonriente y me planta en la cara dos besos. Está como siempre, quizás con el pelo más oscuro. Y guapa, muy guapa. Al verla pienso que mi amigo Guille es un tipo con suerte. Y entonces apareció ella. "Ah, mira, te presento a la hermana de María. Julieta, Moro. Moro, Julieta". Lo que sentí en ese instante ya lo he contado.

La noche fue larga e intensa como lo son siempre las últimas noches de cada año. Antes de sentarnos a la mesa nos pusimos al día entre cervezas, embutido y carcajadas. "Si seguís comiendo ahora no vais a cenar después" nos recriminó María. "Déjales, más para nosotras" comentó Lucia. Martín contaba su último e ingenioso chiste convencido de tener éxito mientras yo improvisaba unos innovadores canapés. Julieta ponía la mesa y yo acompañaba con suspiros sus idas y venidas. Nos sentamos a cenar con un ojo puesto en el viejo reloj de pared temiendo no llegar a tiempo a las campanadas. Once y veinte de la noche. Quedan cuarenta minutos para el fin del mundo. Bon appétit. Todo estaba exquisito incluyendo mis elaborados canapés. En un momento de la cena me quedé callado mirando a un lado y a otro y me invadió la emoción de ver sentados alrededor de la misma mesa a mis viejos y eternos amigos. Después de tantos años y tantas batallas ya no somos los mismos pero seguimos aquí. Juntos. De vez en cuando, entre sorbo y sorbo, aprovechaba para buscar a Julieta con la mirada. Reía, hablaba, bebía y volvía a reír. Y todo envuelto en una dulzura inusual. Quien me conoce sabe que no suelo quedarme en blanco sin saber qué decir, sin embargo durante el tiempo que duró la cena no se me ocurrió una maldita frase ocurrente que pronunciar. Llegaron las campanadas y antes de engullir la última uva pensé que ojalá esta fuera la primera de infinitas nocheviejas junto a Julieta. Habían pasado escasas horas desde aquel momento en que la conocí y el primer deseo del año ya era por ella. El ron y la música acudieron en mi auxilio y nuestros cuerpos se fueron acercando con cada nota, con cada trago. Poco a poco hasta dar con nuestros huesos bajo las mismas sábanas. Bailamos, reímos y nos confesamos. Me habló de su vida en el sur y me contó que quería darle un giro a su mundo. Cambiar. Escapar de la rutina. Entonces me sentí aliviado porque aún estaba a tiempo de subirme al tren y huir con ella. Donde fuera. Donde ella quisiera. Buscaba un cambio y yo quería formar parte de él. Y así pasamos la noche. Las primeras horas del año se fueron consumiendo y poco a poco nos fuimos quedando solos. Ocho menos cuarto de la mañana. Todos duermen. Todos menos Julieta y yo. Nos miramos y sin palabras decidimos apagar la música y beber el último trago. Sin más nos fuimos a la habitación. Recuerdo que subí las escaleras siguiendo su estela mientras intentaba con todas mis fuerzas reunir el valor suficiente y necesario para impedir que la noche, nuestra noche, terminase allí. Ella caminaba peldaño a peldaño y yo volaba sin pisar el suelo. Un millón de palabras no hubieran bastado para explicarle lo que sentía por ella. Supongo que Julieta pensaba lo mismo porque justo en la frontera que separaba nuestras habitaciones, se giró y sin que ninguno de los dos pronunciase palabra alguna, ocurrió.

Cuando desperté Julieta ya no estaba. En algún momento de mi letargo ella se deslizó hasta su cama para impedir que todos supieran lo ocurrido. Era tarde para eso. Todos los allí presentes no necesitaban vernos compartir lecho porque les bastó ser testigos de tantas miradas y tantos gestos de complicidad que iluminaban el salón de baile.

Pero ocurrió lo inevitable. Ocurrió lo que siempre ocurre en estas historias de una noche. Eso que a veces se busca y otras se teme. El adiós. El deber nos llamaba sin remedio y mientras el sur reclamaba su presencia yo debía partir de vuelta a mi norte. Me despedí de todos entre abrazos y besos. Julieta aguardaba arriba. Bajo ese mismo techo que nos vio soñar. Sola. Esperando que mi último adiós fuera para ella. Un adiós que con el tiempo se tiñó de un amargo hasta siempre. Y así, sin más, sin menos, me fui.

La primera noche lejos de Julieta apenas pude conciliar el sueño. Entonces fui consciente de la inmensa distancia que separaba nuestros alientos. Una distancia que en pocas horas había cambiado de unidad. De milímetros a kilómetros. Recuerdo aquella noche, durmiendo a ras de cielo, intentando organizar pensamientos. Meditando. Tratando de asimilar. Dando vueltas. Mil vueltas. Suspirando. Y sobre todo, luchando por creer, buscando la fe necesaria para encarar esa batalla que nadie te aconseja librar. La batalla de amar desde más allá del horizonte. Pasaron los días, las semanas. Mensajes, mails y llamadas que escondían entre líneas un deseo irrefrenable de aguantar el tirón, de contener las ganas de vernos y de superar la tentación de dejarlo todo y apostar por aquella historia. Después de un tiempo, Julieta se rindió y entonces llegó la tormenta. Lo peor de todo es que no pude hacer nada para evitar su rendición por mucho que la viera venir. Carlos Chaouen escribió que el amor son tres flores que se riegan a diario. Y es que el amor, de existir, es algo que ha de cultivarse día a día. Cuidarse. Mimarse. No hay amor sin lucha y no hay lucha sin dolor. Es así. Sospecho que de eso hablan las palabras del maestro gaditano. No existe el amor a distancia porque con la distancia, llega el olvido. Y después del olvido, no hay nada. O casi nada si contamos el dolor. En esto no hay discusión. Distancia y amor son palabras que juntas en la misma frase vaticinan un final. El agua que ha de regar esas tres flores se seca si tiene que recorrer un largo camino. No llega. Se evapora. La distancia enfría los corazones y destruye las más bellas y sinceras promesas. "Te esperaré siempre", le dijo Susannah Fincannon a Tristan Ludlow aquella primavera en la que él se perdió en el horizonte a lomos de su caballo. Incluso en el cine, donde todo es posible y donde nos engañan con finales felices y leyendas de pasión, hay amores que tampoco sobreviven a la distancia. Años después, a su regreso, ella le dijo "siempre resultó ser demasiado tiempo, Tristan" mientras acariciaba con sus dedos la alianza de otro hombre. Son tres etapas, una por cada flor. La primera está llena de luz, de promesas, de valentía. En la segunda llegan las dudas, el miedo. El frío. Cuando llega la tercera, se acabó. Pueden pasar semanas, meses, años o una eternidad. El caso es que uno siempre sabe dónde está el final.

Lope de Vega escribió: el amor tiene fácil la entrada y difícil la salida. ¿Cuánto tiempo dura un "Hola"? ¿Un segundo? ¿Medio? Ese fue todo el tiempo que necesité para volverme loco por ella. Sin embargo, tardé días en dejar de soñarla. Semanas en borrar sus mensajes. Hoy, por fin, borré su última foto. Al hacerlo el ordenador me preguntó tres veces si estaba seguro. Supongo que incluso a él le cuesta creer que todo se acabe. Que no haya más Julieta.

Ahora que ya no importa confieso que siempre dudé. No por desconfianza sino por miedo. Ese miedo que te paralizaba, te bloquea. Te obliga a ser otro, a no ser tú. Era tan dulce que no podía ser real. Quizás nunca lo fue. A esta hora, en este bar, sentado en la mesa más triste del local, me invade la amarga certeza de que nunca fuimos nada. Fuimos, somos y seremos nada. Ahora lo sé. La camarera me mira como queriendo entender, intrigada. Como si fuera la primera vez que ve a un tipo solo y sobrio escribiendo en una servilleta de papel. Y yo la miro sin mirarla, ausente, pensando en Julieta y queriendo creer que todo aquello que me dijo era cierto. Y me cuesta un mundo. Y pido otra Quilmes.

Hace años, muchos, un amigo de aquellos días de instituto me confesó una noche que mataría por su chica. Recuerdo que era preciosa. Una de esas caras por las que un tipo pierde el norte. Semanas más tarde ella le fue infiel. Todo el mundo lo sabía pero nadie hablaba del tema. Tabú. Sucede que el último en enterarse siempre es el más interesado. Y lo pasó mal. Muy mal. Pero no mató a nadie. No corrió la sangre. Nadie resultó herido. Tan solo su orgullo. Y su palabra. Pero la tormenta se fue y nuevos soles iluminaron su cielo. Porque nunca es el mismo sol ni el mismo cielo. Han pasado muchas lunas desde aquello. Después de tiempo y tiempo sin saber de él, hace días me lo encontré en la parada del autobús y me contó que el próximo verano se subirá a un altar y dirá "Si, quiero" a unos ojos distintos de aquellos por los que juró matar. A veces uno dice cosas que no siente. A veces exageramos nuestros sentimientos para que parezcan sinceros. Creíbles. A veces, las muchas, creemos que nos va la vida en algo y con el tiempo descubrimos que no era para tanto. Eso es lo que me parte el alma. Recordar cada palabra de Julieta antes de rendirse. Antes de cansarse.

Hay noches que aún la sueño. Sueño que nada de esto ocurrió. Que nunca me fui de aquella habitación. Que nunca me olvidó. Hay noches que no sueño porque me pierdo en los bares con mis viejos amigos. Bebemos. Bailamos. Engañamos a mujeres con palabras bonitas. O al menos lo intentamos. Pero sucede que a ellas no les suenan tan dulces nuestras voces. A veces, borracho, ebrio, envalentonado, les hablo de Julieta. Me confieso entre trago y trago, entre empujón y empujón, entre canción y canción, en la oscuridad, cuando nadie nos ve, cuando a nadie le importa nuestra presencia, cuando nos volvemos transparentes para el resto de la gente que hay en el bar. Les rodeo con mis brazos y les confieso al oído que aún la quiero y que aún espero su llamada. Un mensaje. Un mail. Cualquier mínima señal de vida. Soy demasiado orgulloso para dar la razón a mis padres cuando sé que la tienen pero no para volver a ella. Sin palabra, sin honra, sin honor… pero con ella, a su vera. Qué importa. Si no puedo estar con Julieta, de qué me sirve el orgullo. Renuncio a ser hombre. Que se burlen de mí los demás, que digan que no tengo palabra. "Compadres, ¿cómo olvidar a quien nunca te amó?" Ellos, mis viejos amigos, que nunca se callan, que siempre tienen algo qué decir, que se sienten incómodos ante los silencios… ellos, los mismos, se quedan mudos. Durante unos eternos segundos se debaten entre la sinceridad y el cariño. Encojen los hombros con la esperanza de que yo sepa interpretar su gesto y no tengan necesidad de decirme lo que piensan. Lo sé. Sé lo que piensan y también sé que no lo quieren decir por miedo a encoger, no solo sus hombros, sino también mi alma. En realidad, era una pregunta retórica. Todo lo que ellos me puedan decir ahora y aquí yo ya lo pensé un millón de veces. Decido poner fin a este silencio incómodo. Por ellos. Por mí. Suenan las trompetas. Cambio de tercio. Me vengo arriba y con gran entusiasmo casi grito: "Bebamos para no olvidar… ¿qué tomáis, compadres?" Sus rostros reflejan cierto alivio. Sonríen. Para esa pregunta si tienen respuesta.

martes, 12 de mayo de 2009

Descanse en paz, maestro

Amanezco con esta noticia... El músico Antonio Vega Tallés ha fallecido esta mañana en Madrid a la edad de 51 años víctima al parecer de una dolencia pulmonar. Vega llevaba días en estado crítico ingresado en el hospital Puerta de Hierro de Madrid. En el momento de su fallecimiento estaban junto a él sus hermanos y su novia.

Sirva como humilde homenaje este video. Una canción que habla de ese lugar soñado al que uno siempre quiere regresar y donde uno se siente como en casa. Existen infinitos lugares, uno por cada alma. El mio se llama Matanza de los Oteros, donde todo comenzó. Descanse en paz, maestro.

lunes, 2 de marzo de 2009

Escribir es quedarse solo

Escribir es quedarse solo. Romper los lazos con el exterior, oler la tierra recién mojada, afrontar la debilidad, abrir la nevera vacía, vencer la cobardía. Dejar volar el alma lejos, muy lejos. Buscar una noche más el sentido, el por qué. Rastrear. Remover. Perseguir el silencio. Sin compañía, sin barreras, sin reparo. En definitiva, sobrevivir al caos, al olvido, al desánimo. Escribir se convierte, en ocasiones, en un acto de arrogancia que implica un cierto rechazo por lo que uno es y una cierta nostalgia por lo que uno nunca fue y por aquello que uno nunca será. Escribir por escribir es faltar al respeto, perder el tiempo, talar un árbol en vano. Hace falta un por qué, un motivo, un móvil. Sea lo que sea. En la pista de baile él agarró su mano y ella le susurró al oído, ruborizada: "No, por favor, bailo fatal". "Qué importa eso", contestó él, "cierra los ojos y baila como si nadie te estuviera mirando". En cierto modo, escribir es igual que bailar. No importa la belleza de las palabras. Tampoco la estructura del texto ni la rima de los versos. No se trata de calidad sino de contenido. Sueños, pensamientos, miedos, estados de ánimo. Historias propias y ajenas. Y con eso basta. Nada más. A partir de ahí entra en juego la habilidad de cada uno a la hora de expresarse. El que baila solo para ser visto deja de sentir la música, pierde la concentración, tropieza. Cae al suelo o lo que es peor, cae en la vanidad absoluta. El que escribe sólo para ser leído corre el riesgo de convertirse en ese político que dice solo lo que la gente quiere oír para terminar escribiendo algo que nunca pensó, sintió o soñó. Escribir solo para ser leído es hablar sin escuchar. Abrir la boca solo por el simple hecho de oír la propia voz. En ese punto se pierde el respeto y ya no hay nada más. A partir de ahí, nada importa.

En esta fría noche de invierno siento que necesito profanar esta pantalla en blanco para poder conciliar el sueño. Dormir es quitar la corriente, bajar la verja. Rendirse. Pero no puedo sin antes sacar lo que llevo dentro. No puedo. A estas horas en las que casi todos engañan a sus amantes mis dedos se deslizan por el teclado con escasa fluidez. Pero necesito escribir. El inquietante silencio de la calle entra por mi ventana y me golpea en la cara. Cuando me atasco, enciendo un pucho y me asomo al mundo exterior. Al abismo mundano. Nada. Ni el más mínimo rastro de vida humana en las ventanas ajenas. Persianas bajadas y luces apagadas. Un conductor se salta un semáforo en rojo convencido de que nadie le ve. Se equivoca. Siempre hay alguien observando. A lo lejos, una joven pareja se despide en un portal. Sus caricias y gestos iluminan por un instante la triste oscuridad callejera. Ajenos a mi indiscreta mirada se abrazan como si el mundo se fuera a acabar mañana. Quizás sepan algo que el resto de los mortales no sabemos. Recuerdo algo que una chica me dijo en una ocasión: "Bésame como si fuera la última vez". Y lo hice, o al menos esa era mi intención. Con el tiempo comprendí que todo debería hacerse como si fuera la última vez. Por si acaso. Besar, bailar, jugar, reír, llorar, abrazar, amar, soñar. Todo. Quizás en eso pensaba la joven pareja. Se despegan por fin y un absurdo halo de lástima recorre mi cuerpo. La oscuridad del portal engulle la silueta de ella mientras la mirada de él se pierde en el horizonte de la calle. La frustración de quien deja algo a medias invade su rostro acalorado. Se siente derrotado porque no puede evitar imaginar esa suave piel de aceituna deslizándose entre sus manos. Quiero escribir, si, pero todo y nada. Todo lo que me arde en el pecho. Nada que tenga sentido y orden. Pensamientos sin conexión, sin relación alguna. O quizás sí. Escribir, por ejemplo, que no hay sorpresa sin miedo y que lo opuesto al miedo es la certeza. Certeza de poco es lo que tengo hace algún tiempo. Solo una cosa: últimamente lo hago todo al revés. Aquello que creía verdad es mentira. Incierto. Todo lo que daba por sentado, ahora se tambalea. Se difumina. He perdido el rumbo y navego a tumba abierta hacia donde me lleve la corriente.

Acuden a mi mente, en este mismo instante, aquellas promesas que escribí y que prometía no cumplir. Y así fue. Solo cumplí una, la última. El 2008 se fue de mis manos sin poder grabar esa última muesca en mi revólver. Otra vez será. Eso mismo pensé aquella tarde de sábado. Aquella tarde de verano de 2004. Minuto 68 de partido. Ser o no ser. Marcar o no marcar. A veces la línea que separa el éxito del fracaso es tan delgada que a penas la vemos. La cruzamos sin darnos cuenta, incluso sin saber en qué lado caímos. El tiempo resuelve la duda. Yo fracasé y no hubo una segunda oportunidad. El gol que nunca marqué. Hoy la historia sería distinta. O quizás no. Quizás peor, quien sabe. A veces, a solas, sin nada en qué pensar, aburrido, distraído… me viene a la mente aquella jugada. Incluso alguna noche la sueño. Y vuelvo a fallar. El balón golpea una y otra vez en el cuerpo del portero. Nunca sobrepasa la línea. Nunca besa la red. Ni en sueños. Recuerdo ahora un lindo cuento que escribió Mario Benedetti llamado "El césped". El tema principal, el fútbol. Entre líneas, la vida de un jugador profesional contada desde la persona que hay dentro. Un cuento de fútbol que habla de amor, amistad, compañerismo, sueños... Copio y pego un pedazo de la obra (con su permiso, maestro): Nunca se lo he confesado a nadie, dijo Benja, pocos días más tarde mientras desayunaban en la cocina, pero a vos quiero contártelo. Tengo sueños, ¿sabés? Todos tenemos, dijo Ale. Sí, pero los míos son sueños de fútbol. Qué romántico, dijo ella riendo. No te burles, contigo no necesito soñar porque sueño despierto. Mágico. Elegante. Una declaración de amor imprevista. En la cocina, desayunando, hablando de fútbol. De repente, de la nada, sin más. Las mejores y más sinceras declaraciones de amor no entienden de atardeceres, flores y poesía. No siempre. Aparecen donde uno menos se lo espera, de cualquier forma y con palabras simples, no rebuscadas, no recargadas. Sin te quieros, sin amor mío, sin volcar cielos y bajar estrellas. Sin promesas que no se pueden cumplir, sin palabras difíciles de entender, sin rimas, sin versos. Hay un tema de Revólver. Disco “Básico 2”. Pista 6. El mejor ejemplo de lo que hablo. Es de esas cosas que con poco lo dice todo. Rescato una frase: Ya no hay miedo que me acose al despertar, a menudo a media noche por esta maldita tos, ella cuidará mi pecho hasta esconderme de nuevo, como un niño entre sus brazos y su olor… porque ella es tanto yo como mi voz, ella es y será todo para mí. Sin Edenes, sin paraísos, sin necedades. Abro el winamp y empieza a sonar un tema del maestro Carlos Chaouen que dice que todos los caminos llevan a Roma pero pasan por tu cama. Echo un ojo a la lista de reproducción. Después sonará otra vez la misma voz y el mismo aroma a sur, esta vez diciendo que si vuelvo a nacer, te busco, sin duda, detrás de la luna del amanecer, donde te desnudas, donde tengo las de perder. Me relajo. Disfruto del arte. Recapacito.

Los recuerdos se encadenan y me atacan a cámara lenta. Ahora. Esta noche. Aquí. Hace muchos años, cuando las niñas querían ser princesas y los niños caballeros del Zodiaco, un amor de campamento me mandó una postal: "Aunque no te escriba quiero que sepas que no me olvido de ti". Realmente lo creí. Lo juro. Y viví mucho tiempo con el convencimiento de que ella pensaba en mí, que me recordaba, que se moría de ganas por verme. Años más tarde la tortilla se dio la vuelta y era yo quien escribía esas mismas palabras a una chica interesada en mí. Otra chica, otro tiempo. Y entonces lo supe. Descubrí la verdad. Lo que yo sentía en ese momento era lo mismo que años atrás aquella niña de ojos de miel sentía por mí: compasión. A veces decimos cosas que no sentimos ajenos al alcance del daño que podemos provocar. Incluso, la mayor parte de las veces, lo hacemos con la mejor intención posible. Por no hacer daño. Por no decir la verdad. Esa verdad que duele: "Lo pasé muy bien en el campamento. Me reí mucho contigo. Eres muy simpático. Fue genial la noche que pasamos a la orilla del río bajo aquel manto de estrellas. ¿Te acuerdas? Pero ahora es invierno, estás lejos y no sé cuando te volveré a ver. Además, no te lo dije, tengo novio. Ups!". Golpe seco. ¡Zas!. Directo. Los siguientes días serán duros pero el trago ira pasando. Primero olvidas su olor. Luego su sonrisa. Y un día, de pronto, amanece y ya no puedes recordar su rostro. Y eso te alivia. Cuando te quieras dar cuenta ya no quedará ni rastro de suspiros ni quejidos ni lamentos. Seguirá habiendo sueños pero ya no será ella quien los ocupe. El maestro Neruda escribió: De otro, será de otro, como antes de mis besos. Recordarás con nostalgia aquellos días y sonreirás. Incluso le estarás agradecido por su sinceridad porque con ello impidió que construyeras castillos en el aire. Esos castillos que duele tanto derrumbar. Olvidar a quien se amó es difícil. Olvidar lo que pudo haber sido, imposible. No decir la verdad es lo mismo que mentir. Falso. Es peor. Mentir, al menos, implica en cierto modo un gasto de imaginación, de ingenio. Un cierto esfuerzo por ser original y no lastimar. Valor para mentir. No decir la verdad implica cobardía. Evadirse. Escurrir el bulto, lavarse las manos.

Alzo la vista: la cama, los libros que nunca leí, las películas que esperan por mí, los discos, el poster que me regaló mi amiga invisible, la foto con mi hermana, la chaqueta colgando de la puerta, le tele sin voz. En la pantalla un anuncio de coches. Y pienso. Me gusta conducir solo. O al menos sin nadie en el asiento de copiloto. Desde el asiento de atrás no se ven las lágrimas del conductor. Cuando alguien viaja conmigo no soy yo el que conduce, es un tipo en tensión que intenta no cometer ni un solo error, ni un solo volantazo, ni un solo descuido para que los demás se sientan seguros y piensen: "Qué bien conduce, sí señor". Querer ser otro nunca funciona, es un error grave. El otro día, una chica corría desesperada, el tren a punto de salir. Y a medida que su paso aminoraba, aumentaban mis ganas de gritar. Para aplaudir su esfuerzo. Para alentarla. Para que el maquinista detuviera el tren. No pudo ser. Al volverse, acalorada, sonrió. Sospecho que justo antes de romper a llorar pensó que otro tren pasaría más tarde. Otra oportunidad. Carlos Goñi escribió: La fortuna le da a cada hombre una oportunidad. Por suerte, la vida es más generosa. Debo intentar no implicarme en la vida de gente que no conozco. A veces se pasa mal. Una mañana, en el autobús, medio dormido, no pude evitar escuchar a una pareja discutir. Más bien, era ella quien discutía. Él, escuchaba y callaba. Sentí lástima por él. No pongo en duda la falta de razón de la chica pero en ese momento todo lo que yo sabía era lo que veía. Y lo que veía era la cara de un tipo humillado, derrotado, entregado.

Hace un par de semanas sentí vergüenza y rabia. Vergüenza ajena, rabia por el mundo que hemos creado. Serían más o menos las seis de la tarde. Me disponía a arrancar mi coche cuando de repente alguien golpeó la ventanilla. Era un chico de, calculo, treinta y pico años. Vestía de sport, pantalón de chándal negro y sudadera roja. En su rostro podía verse cierta desesperación. Mi primera reacción fue de susto. La segunda, desconcierto. Bajé la ventanilla y me explicó. Me explicó con voz triste y agotada que llevaba todo el día intentando que alguien le echase una mano con su coche. No podía arrancarlo. Estaba seguro de que la batería estaba descargada. Lo único que necesitaba era un alma caritativa que le dejara su coche para poder usar las pinzas. Me contó que le esperaba un largo viaje y que debía llegar a su destino antes de que terminase el día. "Llevo desde las doce de la mañana, estoy desesperado, hermano, todo el mundo me dice que no puede, que tiene prisa, que se lo pida a otro…". Era sábado, añado. Con extremo rubor y vergüenza reconozco que al principio dudé. Pensé en escabullirme. Lo cual, hoy, ahora, al recordarlo, me hace renegar de mi mismo. Arranqué mi coche y lo situé justo al lado del suyo que se encontraba aparcado a escasos metros. La matrícula de su coche hablaba otro idioma. "Es que me están esperando allí y tengo que llegar hoy como sea, hombre, nadie me quiere ayudar, no entiendo, no pido mucho, entiendo de coches, sé lo que hay que hacer, tengo las pinzas para colocar en la batería, solo necesito otro coche, no pido mucho, hermano". Hablaba nervioso. Acelerado. Abrí el capó del motor y él se ocupó de todo. Lo único que tuve que hacer fue arrancar mi coche. A los cinco minutos el suyo también arrancó y una sonrisa iluminó su cara. Y la mía. No tuvimos tiempo de charlar mucho. Me dio las gracias efusivamente. Le ofrecí mi mano y él me abrazó. Le deseé buen viaje. Él me deseó suerte. En la vida, supongo. Se limpió las manos y se perdió para siempre entre la caravana de coches. Antes de marcharme de allí, eché un vistazo a mí alrededor. Vi aceras llenas de gente, vi cientos de coches yendo y viniendo, vi bares y terrazas rebosantes de personas que charlaban, miraban y bebían. Vi una parada de taxis con siete coches blancos con el cartel de libre esperando futuros viajeros. Vi taxistas que releían el periódico, que charlaban entre ellos, que contemplaban el infinito con la mirada perdida. Vi a dos agentes de la ley retirando un vehículo estacionado en doble fila. Vi un millón de personas pero ni rastro de una sola alma caritativa que le echase una mano a aquel hombre desesperado. Quizás si fuese una mujer rubia y atractiva y luciese un generoso escote hubiera tenido más suerte y a esas horas ya estaría llegando a su destino. Es posible. Quizás si fuese... blanco. De lo que si estoy seguro es que aquel coche con matrícula extranjera hubiese arrancado muchas horas antes si su dueño no fuera negro. En ese momento comprendí que aquello que había en su mirada no era desesperación, era incomprensión. Impotencia. Frustración.

Hay algo de lo que estoy seguro: quiero vivir cerca del mar. De un mar, no importa cuál. Sea el que me vio nacer o sea otro. Un océano serviría también. En esencia hablo de agua y horizonte. Horizonte infinito. Sin barreras. Sin topes. Sin límites. Cuando conocí el viejo continente, los nativos me dijeron: "El Pacífico no tiene memoria". Sería terrible vivir sin memoria… aunque a veces duela. Quien no puede aspirar a la básico, encuentra insuficiente lo extraordinario. No pido demasiado. Creo.