lunes, 2 de marzo de 2009

Escribir es quedarse solo

Escribir es quedarse solo. Romper los lazos con el exterior, oler la tierra recién mojada, afrontar la debilidad, abrir la nevera vacía, vencer la cobardía. Dejar volar el alma lejos, muy lejos. Buscar una noche más el sentido, el por qué. Rastrear. Remover. Perseguir el silencio. Sin compañía, sin barreras, sin reparo. En definitiva, sobrevivir al caos, al olvido, al desánimo. Escribir se convierte, en ocasiones, en un acto de arrogancia que implica un cierto rechazo por lo que uno es y una cierta nostalgia por lo que uno nunca fue y por aquello que uno nunca será. Escribir por escribir es faltar al respeto, perder el tiempo, talar un árbol en vano. Hace falta un por qué, un motivo, un móvil. Sea lo que sea. En la pista de baile él agarró su mano y ella le susurró al oído, ruborizada: "No, por favor, bailo fatal". "Qué importa eso", contestó él, "cierra los ojos y baila como si nadie te estuviera mirando". En cierto modo, escribir es igual que bailar. No importa la belleza de las palabras. Tampoco la estructura del texto ni la rima de los versos. No se trata de calidad sino de contenido. Sueños, pensamientos, miedos, estados de ánimo. Historias propias y ajenas. Y con eso basta. Nada más. A partir de ahí entra en juego la habilidad de cada uno a la hora de expresarse. El que baila solo para ser visto deja de sentir la música, pierde la concentración, tropieza. Cae al suelo o lo que es peor, cae en la vanidad absoluta. El que escribe sólo para ser leído corre el riesgo de convertirse en ese político que dice solo lo que la gente quiere oír para terminar escribiendo algo que nunca pensó, sintió o soñó. Escribir solo para ser leído es hablar sin escuchar. Abrir la boca solo por el simple hecho de oír la propia voz. En ese punto se pierde el respeto y ya no hay nada más. A partir de ahí, nada importa.

En esta fría noche de invierno siento que necesito profanar esta pantalla en blanco para poder conciliar el sueño. Dormir es quitar la corriente, bajar la verja. Rendirse. Pero no puedo sin antes sacar lo que llevo dentro. No puedo. A estas horas en las que casi todos engañan a sus amantes mis dedos se deslizan por el teclado con escasa fluidez. Pero necesito escribir. El inquietante silencio de la calle entra por mi ventana y me golpea en la cara. Cuando me atasco, enciendo un pucho y me asomo al mundo exterior. Al abismo mundano. Nada. Ni el más mínimo rastro de vida humana en las ventanas ajenas. Persianas bajadas y luces apagadas. Un conductor se salta un semáforo en rojo convencido de que nadie le ve. Se equivoca. Siempre hay alguien observando. A lo lejos, una joven pareja se despide en un portal. Sus caricias y gestos iluminan por un instante la triste oscuridad callejera. Ajenos a mi indiscreta mirada se abrazan como si el mundo se fuera a acabar mañana. Quizás sepan algo que el resto de los mortales no sabemos. Recuerdo algo que una chica me dijo en una ocasión: "Bésame como si fuera la última vez". Y lo hice, o al menos esa era mi intención. Con el tiempo comprendí que todo debería hacerse como si fuera la última vez. Por si acaso. Besar, bailar, jugar, reír, llorar, abrazar, amar, soñar. Todo. Quizás en eso pensaba la joven pareja. Se despegan por fin y un absurdo halo de lástima recorre mi cuerpo. La oscuridad del portal engulle la silueta de ella mientras la mirada de él se pierde en el horizonte de la calle. La frustración de quien deja algo a medias invade su rostro acalorado. Se siente derrotado porque no puede evitar imaginar esa suave piel de aceituna deslizándose entre sus manos. Quiero escribir, si, pero todo y nada. Todo lo que me arde en el pecho. Nada que tenga sentido y orden. Pensamientos sin conexión, sin relación alguna. O quizás sí. Escribir, por ejemplo, que no hay sorpresa sin miedo y que lo opuesto al miedo es la certeza. Certeza de poco es lo que tengo hace algún tiempo. Solo una cosa: últimamente lo hago todo al revés. Aquello que creía verdad es mentira. Incierto. Todo lo que daba por sentado, ahora se tambalea. Se difumina. He perdido el rumbo y navego a tumba abierta hacia donde me lleve la corriente.

Acuden a mi mente, en este mismo instante, aquellas promesas que escribí y que prometía no cumplir. Y así fue. Solo cumplí una, la última. El 2008 se fue de mis manos sin poder grabar esa última muesca en mi revólver. Otra vez será. Eso mismo pensé aquella tarde de sábado. Aquella tarde de verano de 2004. Minuto 68 de partido. Ser o no ser. Marcar o no marcar. A veces la línea que separa el éxito del fracaso es tan delgada que a penas la vemos. La cruzamos sin darnos cuenta, incluso sin saber en qué lado caímos. El tiempo resuelve la duda. Yo fracasé y no hubo una segunda oportunidad. El gol que nunca marqué. Hoy la historia sería distinta. O quizás no. Quizás peor, quien sabe. A veces, a solas, sin nada en qué pensar, aburrido, distraído… me viene a la mente aquella jugada. Incluso alguna noche la sueño. Y vuelvo a fallar. El balón golpea una y otra vez en el cuerpo del portero. Nunca sobrepasa la línea. Nunca besa la red. Ni en sueños. Recuerdo ahora un lindo cuento que escribió Mario Benedetti llamado "El césped". El tema principal, el fútbol. Entre líneas, la vida de un jugador profesional contada desde la persona que hay dentro. Un cuento de fútbol que habla de amor, amistad, compañerismo, sueños... Copio y pego un pedazo de la obra (con su permiso, maestro): Nunca se lo he confesado a nadie, dijo Benja, pocos días más tarde mientras desayunaban en la cocina, pero a vos quiero contártelo. Tengo sueños, ¿sabés? Todos tenemos, dijo Ale. Sí, pero los míos son sueños de fútbol. Qué romántico, dijo ella riendo. No te burles, contigo no necesito soñar porque sueño despierto. Mágico. Elegante. Una declaración de amor imprevista. En la cocina, desayunando, hablando de fútbol. De repente, de la nada, sin más. Las mejores y más sinceras declaraciones de amor no entienden de atardeceres, flores y poesía. No siempre. Aparecen donde uno menos se lo espera, de cualquier forma y con palabras simples, no rebuscadas, no recargadas. Sin te quieros, sin amor mío, sin volcar cielos y bajar estrellas. Sin promesas que no se pueden cumplir, sin palabras difíciles de entender, sin rimas, sin versos. Hay un tema de Revólver. Disco “Básico 2”. Pista 6. El mejor ejemplo de lo que hablo. Es de esas cosas que con poco lo dice todo. Rescato una frase: Ya no hay miedo que me acose al despertar, a menudo a media noche por esta maldita tos, ella cuidará mi pecho hasta esconderme de nuevo, como un niño entre sus brazos y su olor… porque ella es tanto yo como mi voz, ella es y será todo para mí. Sin Edenes, sin paraísos, sin necedades. Abro el winamp y empieza a sonar un tema del maestro Carlos Chaouen que dice que todos los caminos llevan a Roma pero pasan por tu cama. Echo un ojo a la lista de reproducción. Después sonará otra vez la misma voz y el mismo aroma a sur, esta vez diciendo que si vuelvo a nacer, te busco, sin duda, detrás de la luna del amanecer, donde te desnudas, donde tengo las de perder. Me relajo. Disfruto del arte. Recapacito.

Los recuerdos se encadenan y me atacan a cámara lenta. Ahora. Esta noche. Aquí. Hace muchos años, cuando las niñas querían ser princesas y los niños caballeros del Zodiaco, un amor de campamento me mandó una postal: "Aunque no te escriba quiero que sepas que no me olvido de ti". Realmente lo creí. Lo juro. Y viví mucho tiempo con el convencimiento de que ella pensaba en mí, que me recordaba, que se moría de ganas por verme. Años más tarde la tortilla se dio la vuelta y era yo quien escribía esas mismas palabras a una chica interesada en mí. Otra chica, otro tiempo. Y entonces lo supe. Descubrí la verdad. Lo que yo sentía en ese momento era lo mismo que años atrás aquella niña de ojos de miel sentía por mí: compasión. A veces decimos cosas que no sentimos ajenos al alcance del daño que podemos provocar. Incluso, la mayor parte de las veces, lo hacemos con la mejor intención posible. Por no hacer daño. Por no decir la verdad. Esa verdad que duele: "Lo pasé muy bien en el campamento. Me reí mucho contigo. Eres muy simpático. Fue genial la noche que pasamos a la orilla del río bajo aquel manto de estrellas. ¿Te acuerdas? Pero ahora es invierno, estás lejos y no sé cuando te volveré a ver. Además, no te lo dije, tengo novio. Ups!". Golpe seco. ¡Zas!. Directo. Los siguientes días serán duros pero el trago ira pasando. Primero olvidas su olor. Luego su sonrisa. Y un día, de pronto, amanece y ya no puedes recordar su rostro. Y eso te alivia. Cuando te quieras dar cuenta ya no quedará ni rastro de suspiros ni quejidos ni lamentos. Seguirá habiendo sueños pero ya no será ella quien los ocupe. El maestro Neruda escribió: De otro, será de otro, como antes de mis besos. Recordarás con nostalgia aquellos días y sonreirás. Incluso le estarás agradecido por su sinceridad porque con ello impidió que construyeras castillos en el aire. Esos castillos que duele tanto derrumbar. Olvidar a quien se amó es difícil. Olvidar lo que pudo haber sido, imposible. No decir la verdad es lo mismo que mentir. Falso. Es peor. Mentir, al menos, implica en cierto modo un gasto de imaginación, de ingenio. Un cierto esfuerzo por ser original y no lastimar. Valor para mentir. No decir la verdad implica cobardía. Evadirse. Escurrir el bulto, lavarse las manos.

Alzo la vista: la cama, los libros que nunca leí, las películas que esperan por mí, los discos, el poster que me regaló mi amiga invisible, la foto con mi hermana, la chaqueta colgando de la puerta, le tele sin voz. En la pantalla un anuncio de coches. Y pienso. Me gusta conducir solo. O al menos sin nadie en el asiento de copiloto. Desde el asiento de atrás no se ven las lágrimas del conductor. Cuando alguien viaja conmigo no soy yo el que conduce, es un tipo en tensión que intenta no cometer ni un solo error, ni un solo volantazo, ni un solo descuido para que los demás se sientan seguros y piensen: "Qué bien conduce, sí señor". Querer ser otro nunca funciona, es un error grave. El otro día, una chica corría desesperada, el tren a punto de salir. Y a medida que su paso aminoraba, aumentaban mis ganas de gritar. Para aplaudir su esfuerzo. Para alentarla. Para que el maquinista detuviera el tren. No pudo ser. Al volverse, acalorada, sonrió. Sospecho que justo antes de romper a llorar pensó que otro tren pasaría más tarde. Otra oportunidad. Carlos Goñi escribió: La fortuna le da a cada hombre una oportunidad. Por suerte, la vida es más generosa. Debo intentar no implicarme en la vida de gente que no conozco. A veces se pasa mal. Una mañana, en el autobús, medio dormido, no pude evitar escuchar a una pareja discutir. Más bien, era ella quien discutía. Él, escuchaba y callaba. Sentí lástima por él. No pongo en duda la falta de razón de la chica pero en ese momento todo lo que yo sabía era lo que veía. Y lo que veía era la cara de un tipo humillado, derrotado, entregado.

Hace un par de semanas sentí vergüenza y rabia. Vergüenza ajena, rabia por el mundo que hemos creado. Serían más o menos las seis de la tarde. Me disponía a arrancar mi coche cuando de repente alguien golpeó la ventanilla. Era un chico de, calculo, treinta y pico años. Vestía de sport, pantalón de chándal negro y sudadera roja. En su rostro podía verse cierta desesperación. Mi primera reacción fue de susto. La segunda, desconcierto. Bajé la ventanilla y me explicó. Me explicó con voz triste y agotada que llevaba todo el día intentando que alguien le echase una mano con su coche. No podía arrancarlo. Estaba seguro de que la batería estaba descargada. Lo único que necesitaba era un alma caritativa que le dejara su coche para poder usar las pinzas. Me contó que le esperaba un largo viaje y que debía llegar a su destino antes de que terminase el día. "Llevo desde las doce de la mañana, estoy desesperado, hermano, todo el mundo me dice que no puede, que tiene prisa, que se lo pida a otro…". Era sábado, añado. Con extremo rubor y vergüenza reconozco que al principio dudé. Pensé en escabullirme. Lo cual, hoy, ahora, al recordarlo, me hace renegar de mi mismo. Arranqué mi coche y lo situé justo al lado del suyo que se encontraba aparcado a escasos metros. La matrícula de su coche hablaba otro idioma. "Es que me están esperando allí y tengo que llegar hoy como sea, hombre, nadie me quiere ayudar, no entiendo, no pido mucho, entiendo de coches, sé lo que hay que hacer, tengo las pinzas para colocar en la batería, solo necesito otro coche, no pido mucho, hermano". Hablaba nervioso. Acelerado. Abrí el capó del motor y él se ocupó de todo. Lo único que tuve que hacer fue arrancar mi coche. A los cinco minutos el suyo también arrancó y una sonrisa iluminó su cara. Y la mía. No tuvimos tiempo de charlar mucho. Me dio las gracias efusivamente. Le ofrecí mi mano y él me abrazó. Le deseé buen viaje. Él me deseó suerte. En la vida, supongo. Se limpió las manos y se perdió para siempre entre la caravana de coches. Antes de marcharme de allí, eché un vistazo a mí alrededor. Vi aceras llenas de gente, vi cientos de coches yendo y viniendo, vi bares y terrazas rebosantes de personas que charlaban, miraban y bebían. Vi una parada de taxis con siete coches blancos con el cartel de libre esperando futuros viajeros. Vi taxistas que releían el periódico, que charlaban entre ellos, que contemplaban el infinito con la mirada perdida. Vi a dos agentes de la ley retirando un vehículo estacionado en doble fila. Vi un millón de personas pero ni rastro de una sola alma caritativa que le echase una mano a aquel hombre desesperado. Quizás si fuese una mujer rubia y atractiva y luciese un generoso escote hubiera tenido más suerte y a esas horas ya estaría llegando a su destino. Es posible. Quizás si fuese... blanco. De lo que si estoy seguro es que aquel coche con matrícula extranjera hubiese arrancado muchas horas antes si su dueño no fuera negro. En ese momento comprendí que aquello que había en su mirada no era desesperación, era incomprensión. Impotencia. Frustración.

Hay algo de lo que estoy seguro: quiero vivir cerca del mar. De un mar, no importa cuál. Sea el que me vio nacer o sea otro. Un océano serviría también. En esencia hablo de agua y horizonte. Horizonte infinito. Sin barreras. Sin topes. Sin límites. Cuando conocí el viejo continente, los nativos me dijeron: "El Pacífico no tiene memoria". Sería terrible vivir sin memoria… aunque a veces duela. Quien no puede aspirar a la básico, encuentra insuficiente lo extraordinario. No pido demasiado. Creo.