martes, 25 de noviembre de 2008

Blade Runner

Hay una película. Blade Runner. Es una de esas películas con la etiqueta de Imprescindible para frikies. Películas como Star Trek, La Guerra de las Galaxias o El Señor de los Anillos forman también parte de ese grupo. Debo confesar que no he visto la mayor parte de ellas. Soy un informático atípico, lo sé. Pero con Blade Runner hice una excepción. Más bien tres o cuatro, tantas como veces la he visto. Nominada en su día a dos Oscar, Blade Runner se ha convertido con el tiempo en un clásico de la ciencia ficción. La película, dirigida por Ridley Scott y basada en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, relata un futuro (año 2019) en el que los seres fabricados a través de ingeniería genética, denominados replicantes, son empleados como esclavos en trabajos peligrosos y arriesgados. En un momento cumbre del largometraje, el replicante interpretado por Ruger Hauer pronuncia unas palabras que ahora quiero recordar...

"He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir..."

Brillante actuación pero debo discrepar. Totalmente. No todo está perdido. Nos queda la memoria. Los recuerdos imborrables. Alguien dijo alguna vez que "un hombre nunca estará solo si en su mente habitan buenos recuerdos". Matanza de los Oteros es para mí, además de mi pequeño paraíso, un almacén de historias. Como ese desván donde apilas cosas y cosas de las que nunca te quieres desprender. Como ese baúl donde guardas con cariño y nostalgia la última carta que ella te escribió, una vieja foto con tus amigos añejos cuando aún quedaban retazos de inocencia o aquella pinza del pelo que un día ella te regaló. En cada rincón de mi pueblo encuentro un retal de mi pasado, un trocito de mi vida. No, no todo está perdido. Puede que aquel buen ambiente de antaño ya no exista. Puede que la ilusión se haya ido de la mano de la cordialidad y fraternidad. Puede que los necios insistan en politizar todo. Puede que el ansia de poder envenene el ambiente. Puede ser. Pero lo que nunca podrán quitarnos son los recuerdos. Porque son nuestros. Muy nuestros. Solo nuestros. Recuerdos de una época en que fuimos libres, grandes... ¡eternos!. Aquella época en la que a los niños le gustaban las niñas y en la que jugábamos a fútbol día y noche. Todo lo que hemos vivido nos ha unido para siempre.

Cada uno tiene sus recuerdos. Puede que los tuyos sean distintos a los míos. O no. Quien sabe. Eso es lo de menos. ¿Sabéis que es lo mejor de todo? ¿Lo que realmente importa? Que cada uno de vosotros aparecéis en los míos. Que todos aparecen en los de todos. Que yo aparezco en los vuestros. Y eso tiene un valor incalculable. Imborrable.

Recuerdo aquellas viejas porterías de madera en aquel recién inaugurado frontón. Nuestro último baño en la maltrecha piscina de abajo y nuestro primer chapuzón en la nueva. Recuerdo las moras que recolectábamos por el camino que llegaba al valle y la cantidad de azúcar que echábamos como condimento. Aquellos primeros botellones. Las frías tardes de invierno intentando entrar en calor. Las primeras noches por Valencia de Don Juan intentando engañar al reloj. Aquel verano en que me hice mayor y aquel otro en que los sapos nunca bailaron flamenco. Recuerdo aquella misteriosa rubia que Xuanan buscaba por Las Pérgolas y que nunca más volvimos a ver. El primer agosto que Posi estuvo en Matanza. Todas las veces que Vituky y yo nos enfadábamos por el amor de una chica. El cambio radical de la noche a la mañana de Dani a Pelón. Las increíbles historias que nos ha regalado Javi año tras año. La timidez y dulzura de nuestra querida "francesa", Jara. La sonrisa de Mercedes. Recuerdo el verano que Aly y Marta se unieron a nosotros para darle más vida al grupo. La infinita simpatía de Lara. Los bailes de Anytta. El humor socarrón y buen corazón de Manuel y Floren. La manera que tenía Miguel de hacerme reír cuando yo solo era un canijo. Recuerdo el chiringo de Jose María. Las locas ideas de Pedro. Los bailes con Iñaki y su contagiosa sonrisa... No sé, ese tipo de cosas. Pequeños detalles que jamás se perderán en el tiempo. Detalles ínfimos que dan sentido a la vida.

No, no todo está perdido.

martes, 11 de noviembre de 2008

Anoche la soñé

Anoche la soñé. Juro por Dios que la soñé. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, que no pronunciaba su nombre, que no sentía la extraña necesidad de volver a verla. Ya han pasado más de dos años desde aquella fría noche de noviembre en que la conocí. Sospecho que nunca podré olvidar aquel momento. Era jueves. Caía la noche en la capital del Principado y una tímida neblina acechaba sobre nuestras cabezas. Empezábamos a impacientarnos por la espera cuando de repente surgió de la oscuridad la blanca caravana con aromas de sur. Siete personas viajaban a bordo de ella y solo un rostro era familiar. Las prisas, el frío y la emoción me impidieron fijarme en ella. Ni en ella ni en ninguno de los demás extraños. Todo fue muy rápido. Tanto que cuando quise darme cuenta ella estaba metida en mi coche dirigiéndose a mi por mi mote con un extraña e inusual confianza. Las sílabas de mi nombre nunca sonaron con tanta dulzura y con tanta gracia como esa vez. Aquellos ojos color cielo se metieron en mis entrañas desde el mismo instante que se cruzaron con los míos. En aquel momento supe que nunca podría olvidarlos. Y así ha sido hasta el mismo día de hoy.

Aquellos cinco días pasaron demasiado rápido. Fugaces como las estrellas que rompen el cielo de Matanza en las noches cálidas de verano. Fue tan breve aquel tiempo que no pude disfrutar de su presencia tanto como hubiera querido. Todo el tiempo del mundo no hubiera sido suficiente para contemplarla. Aquel rostro, aquella sonrisa, aquella mirada, aquella forma de acariciar mi mano al pedirme fuego. Recuerdo cada instante en que su silueta rondaba la mía. Carlos Goñi escribió que uno siempre sabe dónde está el final. Para mi desgracia supe el mismo día que la conocí que aquella historia nunca tendría un final porque nunca comenzaría. Entre ella y yo no solo había química, también un gran muro levantado por las circunstancias adversas. Demasiadas. Dicen que si hay amor no hay fronteras pero a veces uno sospecha de la certeza de esas palabras. Porque nada es para siempre y porque la distancia y el tiempo enfrían los corazones.

Dos lunas después de conocerla nos dijimos adiós sin habernos rozado los labios. Sin tenerla. Sin estar un ratito a solas. "No era un buen momento para mi, Moro" me dijo tiempo después vía mail. Supe entonces que aquel tren nunca volvería a pasar por mi estación. Era noche cerrada en la cuna de Guzmán el Bueno. Aquel sábado de noviembre, rodeados de murallas y empapados de ese frío leonés que te cala hasta los huesos, sus ojos azules se fueron de mi vida para siempre. Los días siguientes fueron extraños, vacíos, insípidos. Recuerdo que empleaba todos mis esfuerzos en convencerme a mí mismo de que aquella historia nunca había ocurrido porque no podía ocurrir. Porque demasiados factores dejaban la ecuación sin solución posible. Es mejor así, no podía ser, es mejor así... Me repetía una y otra vez. Durante mucho tiempo llegaban a mi bandeja de entrada noticias del sur. Leía y releía sus mails, sus mensajes. Memorizaba cada conversación telefónica. Ahora sé que mantener viva la llama no fue buena idea. Mejor hubiera sido cortar por la sano y pasar página. Pero... cómo olvidar aquella sonrisa!

Poco a poco, día a día, golpe a golpe, su recuerdo se fue diluyendo. Borré todas sus fotos, escondí sus mails y mensajes en lo más profundo del baúl de mis recuerdos. Otros cuerpos rozaron mi piel. Comprendí con resignación que nunca haría aquel viaje que tanto soñé a tierras del sur porque entendí que ella ya no me esperaba. Destruí todos los castillos que un día le prometí que visitaríamos. Otros lo harán vistiendo nuestros cuerpos. A veces las historias más bonitas son las que nunca han pasado porque no las vivimos, las imaginamos. Aquella historia yo la imaginé muchas noches. Y era hermosa. Era perfecta.

Ayer la soñé. Entraba en su casa y contemplaba las fotos de la pared. Estaba nervioso esperando su llegada. Recuerdo que me escondí para darle una sorpresa. Sentí la puerta y de un salto me planté en el pasillo de la entrada. Hola! grité. Y allí estaba ella. Guapa como el día que la conocí. Parecía cambiada. Tenía la mirada triste, cansada. Pero era ella, no había duda. Venía acompañada, no recuerdo por quien. Solo la recuerdo a ella. Me besó en la mejilla y el despertador me hizo saltar de la cama. 8:23 AM. Hora de levantarse.

Supongo que algunas historias no pueden ser reales ni siquiera en sueños.

martes, 4 de noviembre de 2008

Soledad, olvido y memoria

Ahora que este atípico mes de octubre disfrazado de duro invierno apura sus últimos latidos me viene a la mente una canción de Ismael Serrano que lleva por título "Aquella tarde". Un tema que trae consigo un mensaje entre líneas. Una letra que habla de una jóven pareja y de una tarde como otra cualquiera. Una tarde de cine, café y sexo. Una de tantas tardes en las que las aceras arden y el ritmo frenético de la ciudad avanza con paso firme. Gente yendo y viniendo de un lado para otro. Autobuses repletos de almas y coches que esconden miradas perdidas. Nada nuevo. Nada extraño. Al mismo tiempo en otro lugar del planeta los B-52 vacían sus vientres sobre la ciudad de las mil y una noches. Y todo ello sucede mientras en algún rincón más lejano un niño cae vencido a los píes del hambre. Un mismo momento pero distintas historias.

El pasado martes la ciudad que me vio nacer ponía punto y final a sus fiestas patronales. Pasada la media noche el cielo se pintó de mil colores. Los fuegos artificiales anunciaban que, un año más, las fiestas de San Agustín llegaban a su fin. La suave lluvia intentó sabotear la celebración fracasando en el intento. En esta tierra ya estamos demasiado acostumbrados a las inclemencias del tiempo. Nada pudo impedir por tanto que, como cada año, el resplandor pirotécnico iluminase las aguas de la Ría así como el océano de paraguas que resguardaban a los presentes. Todo esto sucedía mientras un servidor contemplaba el cielo avilesino desde la ventana de su habitación. Ajeno a la multitud, lejos del mundanal ruido. Recuerdo la estampa. Mi calle guardaba un silencio sepulcral alterado solo por algunos personajes variopintos que entraban y salían de cierto antro extraño. Gentes sin alma más ajenos aún que yo al festival de luces y colores. Recuerdo que buscaba con la mirada alguna señal de vida en las ventanas del edificio de en frente. Alguna luz. Algún rostro. Nada. Me sentí solo. Muy solo. Y por extraño que parezca, aquella soledad me hizo sentir realmente bien. Con la mirada ya perdida, casi ajeno al cielo coloreado, fumando un cigarrillo empecé a recordar. Hice una especie de recuento final de este último verano que se nos fue de las manos no hace tantas lunas. "Cómo han cambiado las cosas…" murmuré. Los veranos de hoy no son como los de ayer. No son mejores. Tampoco peores. Distintos. Y lo son porque nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Lejos quedan aquellos niños cuyas vidas eran semejantes. El paso de los años les ha obligado a tomar caminos dispares. Hoy aquellos niños son jóvenes a punto de dar el salto al mundo real cansados de ser señalados con el dedo por adultos que les dan por perdidos. Por fortuna y a pesar de las vueltas que da la vida, algunos de aquellos niños aún se dejan ver por las calles de Matanza de los Oteros en esa época del año en la que el sol pinta de amarillo los campos. Ayer, veranos eternos. Hoy, fugaces. Pero intensos, muy intensos.

Exhorto en tantos recuerdos perdí la noción del tiempo. Cuando volví al mundo real los fuegos artificiales ya habían acabado. Los portales engullían a la gente que volvía a sus casas con la resignación de saber que a la mañana siguiente la vida volvería a la normalidad. Día laborable. "Mañana tengo que madrugar, me voy a la cama", pensé. Pasaban varios minutos de la una de la madrugada. En el ambiente aún flotaba cierto olor a pólvora. Cerré la ventana dejando al otro lado el abismo de la ciudad y los recuerdos veraniegos que durante un tiempo dieron sentido a mi vida.

Hace días en la pared de un bar de copas de Avilés leí lo siguiente: "El olvido no es victoria sobre el mal ni sobre nada y si es la forma velada de jubilarse de la historia. Para eso está la memoria, que se abre de par en par en busca de algún lugar que devuelva lo perdido. No olvida quien finge olvido sino quien puede olvidar".

Y yo no puedo olvidar.