viernes, 17 de diciembre de 2010

Dos Coronas

- ¿Diga?
- ¡Hola!
- Hola... ¿si? ¿Quién es?
- Veo que has borrado mi número
- Mmmm, es raro, no suelo borrar números de la agenda, puede que te hayas equivocado
- Ya veo que no sabes quién soy
- El caso es que me suena tu voz...
- Hubo un tiempo en el que te parecía dulce
- ¿Lucía?
- Sabía que me reconocerías
- ...
- ¿Sorprendido?
- Mucho. Bueno, no sabría definir este momento. Hace tiempo que dejé de soñar con esta llamada, ya no la esperaba
- Nunca es tarde si la dicha es buena
- ¿Y es buena?
- No lo sé, espero que sí
- Dios, no me puedo creer que seas tú, después de tanto tiempo, ahora, hoy, así, de repente...
- ¿Qué tal estás?
- Tiene gracia tu pregunta... la verdad es que muy bien, no me puedo quejar, tuve momentos mucho peores
- ¿Si?
- Sí, por ejemplo cuando decidiste mandarme a la mierda de un día para otro sin darme la más mínima explicación, sin decir ni siquiera adiós
- Sabía que dirías eso
- ¿Y te sorprende?
- No esperaba que tirases voladores al oírme pero te pido que me escuches
- ¿Para qué? ¿Es que tienes algo que decirme después de tanto tiempo?
- Me gustaría charlar contigo, hablar sobre ello con calma
- Es tarde para eso, Lucía... muy tarde
- Bueno, entiendo que estés molesto por...
- No, no. No estoy molesto, ya no. Hipotequé muchas horas de sueño pensando en ello, le di vueltas y más vueltas a la cabeza intentando averiguar por qué. Pero todo eso ya quedó atrás
- Bueno, al menos ya no estás enfadado
- Nunca lo estuve. No sabría cómo explicar lo que sentía pero no era enfado exactamente, era más bien rabia, impotencia, frustración
- Escucha, todo esto no es para hablarlo por teléfono, Mario
- Ah, bien, y ¿qué sugieres? ¿Señales de humo? ¿Código Morse? ¿Tal vez telepatía?
- No seas sarcástico, sé que te has mudado y que ahora vives aquí
- Si, te han informado bien, hace unos meses ya que me trasladé. No sabía que te importase mi vida
- Más de lo que tú te crees... mira, me gustaría tomarme un café contigo, nada más, por eso te llamo
- Dos años sin saber nada de ti y ahora quieres tomar un café conmigo, así, de repente, hay que joderse... bueno, está bien, si pagas tú igual me lo pienso, mira
- Dame diez segundos sin ironía, por favor
- Te quedan ocho
- Tengo ganas de verte y hablar, solo eso. Venga, no seas así
- Creo que no es buena idea
- ¿Por qué? ¿Estás con alguien?
- ¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué tiene que ver eso ahora?
- Entonces ¿cuál es el problema? si estás incómodo te puedes ir cuando quieras, ¿qué tienes qué perder?
- Que qué tengo qué perder...
- Si
- Sin ir más lejos puedo perder la calma que tardé tanto tiempo en encontrar después de la tormenta que me dejaste. Y no quiero, estoy bien, me van bien las cosas, tengo un buen trabajo, tengo por fin cierta estabilidad, tengo mis planes, mis sueños. Ahora que las cosas me van saliendo poco a poco no quiero volver atrás, no quiero revivir capítulos pasados de mi vida en los que no fui feliz.
- ...
- Joder, Lucía, no tienes ni idea de lo que...
- ¿El viernes te viene bien?
- ¿Este viernes?
- Si
- ¿Dónde?
- Hay un café en el puerto, el Kanena, ¿lo conoces?
- Si
- ¿A las siete es buena hora?
- Si... más o menos, salgo del curro a las seis, iré desde allí
- Entonces seis y media, ¿vale?
- Ok, pero...
- ¿Qué?
- No te prometo que vaya, aún tengo que asimilar tu llamada
- Yo iré y espero que tú también aunque, claro, no te puedo obligar, entendería que no quisieras ir
- Tú siempre tan compresiva...
- Y tú siempre tan sarcástico, nene
- Ya ves
- Bueno, te veo el viernes, ¿vale?
- Puede
- ...
- Si, "puede", Lucía, "puede". Es todo lo que te puedo decir y ya es mucho
- Vale, Mario
- Vale
- Pues nada... chao
- Chao

Mario supo desde el primer momento que aquella voz era la de Lucía. Es más, supo que era ella antes de que su boca emitiera sonido alguno. Antes incluso de pulsar el botón verde. Su nombre parpadeaba en la pantalla al mismo ritmo que sus manos temblaban mientras sujetaban el móvil. Dudó durante unos segundos. La melodía seguía sonando y por un momento contempló la idea de no atender la llamada. Sin saber muy bien por qué pulsó el botón verde y en un intento de hacerse el duro fingió no conocer la voz que le saludaba al otro lado. Cuando Lucía decidió olvidarle, él no podía entender por qué. Después de varias semanas se dio por vencido y entendió que lo mejor era borrar cualquier vestigio de aquella breve pero intensa relación. Borró todos sus mensajes, todos sus mails y todas sus fotos. En su intento por eliminar todo su recuerdo el último paso fue borrar su número de la agenda. Quería evitar cualquier tentación, sobre todo en las noches de fiesta en las que regresaba a casa solo, borracho y preso de nostalgia. Unos meses después de borrar su número, un mensaje de texto llegó a su bandeja de entrada: "Feliz cumpleaños, Mario. T dseo lo mejor, t lo merecs. No m guards rencor, stoy en un moment difícil d mi vida y no kiero hacert daño. Cuidat. 1bso". Aquellas palabras no llevaban firma alguna, ni falta que hacía. Rechazó la idea de contestar, todo lo que él sentía no se podía expresar con 15 céntimos. Demasiadas cosas, demasiadas sensaciones opuestas. A través de una pantalla de un teléfono no se pueden ver los ojos del que escribe ni del que llama. Ocurre siempre que una mirada dice más que un montón de palabras. Ni siquiera él tenía claro lo que sintió al leer aquel mensaje. Le hubiera gustado agradecerle el gesto pero la rabia era mayor que la gratitud. Aún así decidió rescatar del olvido el número de Lucía y guardarlo de nuevo en su agenda. "Quien sabe, quizás algún día lo necesite", pensó. Sus sentimientos hacía ella no habían muerto como él creía, solo estaban escondidos. Agazapados esperando el momento de reaparecer. Un simple mensaje de texto y todo se tambalea. Vuelven preguntas y dudas a revolotear por la cabeza. "Se ha acordado de mí cumple", "¿aún se acuerda de mí? sí, claro que se acuerda", "puede que se arrepienta y quiera volver", "tranquilo, Mario, no te emociones, solo es un mensaje", "si, solo es un mensaje pero dice que me merezco lo mejor". Sucede que cuando alguien sufre un abandono todo lo que siente hacia la otra persona se oculta en el fondo del alma como un oso que se adentra en su cueva para invernar. Entonces uno se intenta convencer de que lo ha superado, de que ya no siente nada por aquella persona que una vez le amó. "Bah, nada, ya ni me acuerdo de ella" comenta a sus amigos entre cerveza y cerveza. A veces el oso nunca vuelve a despertarse pero otras veces el animal regresa de su letargo y aparece de nuevo en la superficie. Aquel mensaje de Lucía hizo sonar el despertador de sus sentimientos. Pero después de aquello, llegó de nuevo el letargo. De nuevo el olvido, el vacío. Esa vez parecía ser definitivo pero como dijo alguien una vez, nada es para siempre. La inesperada llamada que acaba de recibir hizo rugir en el pecho de Mario todo aquello que estaba dormido.

Justo antes de que sonara el teléfono Mario reposaba en el sofá el cansancio acumulado durante el día. Faltaban cinco minutos para las ocho de la tarde. Después de un breve zapping infructuoso, metió la mano debajo del sofá intentando palpar un libro. Lo agarró y miró detenidamente la portada. La caverna, José Saramago. Abrió el libro por la página marcada y después de leer la primera línea empezó a sonar la melodía de su móvil. Hace un buen rato que terminó la llamada pero Mario aún sostiene el teléfono en su mano izquierda. Tiene la mirada perdida en algún punto de la pared de su salón. Se esfuerza en no pensar demasiado pero fracasa en el intento. Dentro de su cabeza revolotean infinitas preguntas. Preguntas, todas. Respuestas, ninguna. No puede creer que Lucía haya llamado después de tanto tiempo. Sabe que no es buena idea acudir a la cita pero se muere de ganas por volver a verla. No tiene ni idea de cuáles son sus intenciones. Puede que quiera disculparse por desaparecer de su vida sin dejar rastro o simplemente quiera devolverle los discos de Pablo Moro que se llevó. Quién sabe. En el fondo teme que Lucía siga tan hermosa como la última vez que la vio. Igual de loca, igual de sonriente. Igual de única que aquella noche de otoño cuando la vio por primera vez junto a la barra de aquel bar...

- Perdona
- ¿Si?
- ¿Tienes fuego?
- Sí, claro
- Gracias
- No eres de por aquí, ¿verdad?
- ¿Tanto se me nota?
- Tu acento te delata
- Pues no, no soy de por aquí, más bien de por allá
- ¿Del sur?
- San Juan de la Frontera, ¿lo conoces?
- Ni idea
- A orillas del Mediterráneo
- ¿Y qué te trae por aquí?
- Tema laboral, estaré unos meses por el norte... si no me muero de frío antes, claro. Ten tu mechero, gracias
- ¿Y en qué trabajas?
- Lucía
- ¿Cómo?
- Quieres saber cómo me gano la vida y ni siquiera sabes cómo me llamo
- Ah, claro, tienes razón. Mario, yo me llamo Mario
- Encantada
- Lo mismo digo
- ¿Estás sola?
- Vaya, me dijeron que en el norte los chicos son menos lanzados pero veo que hay excepciones
- No, mujer, me refería a si estás sola ahora mismo
- Quedé aquí con una amiga, estoy esperando por ella porque como siempre llega tarde
- ¿También es sureña?
- No, no, ella es de aquí, la conocí en el trabajo y como soy nueva no quiere que me quede en casa y me lleva de juerga por ahí
- Ah, muy bien
- ¿Por qué lo preguntas?
- Por saber si aceptarías mi invitación
- Depende
- ¿Una birra?
- ¿Tú también esperas a alguien?
- ¿Yo? no, no, hoy me han abandonado
- ¿Una mujer?
- No, no, mis amigos, hoy todos tenían plan y no me apetecía quedarme en casa así que me vine a tomar una birra
- Yo quiero una Corona, voy a por una silla, ok?
- Ok, marchando

Mario no recuerda muy bien cuanto tiempo pasó hasta que llegó la amiga de Lucía pero si recuerda que aquella conversación fue maravillosa. Hablaron, rieron y discutieron sobre gastronomía y climatología. Cosas del tipo el norte es precioso pero llueve todos los días o la dieta mediterránea tiene mucha fama pero como aquí no se come en ningún lado. Hubo tiempo incluso para hablar de cine y de libros. Justo cuando Mario le contaba su desesperación por encontrar trabajo apareció por la puerta el rostro sofocado de la amiga de Lucía...

- Tía, perdóname, había atasco y... uy, ¿interrumpo algo?
- No, tranquila... mira, te presento, él es Mario, acabo de conocerle. Mario, ella es mi amiga Elena
- Encantado
- Igualmente. ¿Nos vamos? tenemos la reserva para las diez y son menos cinco
- Si, si, vámonos. Mmmm, bueno, un placer, chico duro del norte, me lo he pasado muy bien
- Yo también, chica friolera del sur
- Disfruta de la noche
- Haré lo que se pueda
- Ya sabes, a veces es mejor estar solo que mal acompañado
- ¿Tú crees?
- Chao
- Chao... ¡oye!
- ¿Si?
- Aún no me has dicho en qué trabajas
- ¿Paras mucho por aquí?
- Casi todos los días
- Entonces ya te lo contaré
- Ok. Pasadlo bien
- Se hará lo que se pueda. Chao
- Chao

Mario se pasó los cuatros días siguientes pensando en aquella chica de tez morena y pelo rizado. Justo cuando la camarera empezaba a preocuparse por verle todos los días al otro lado de la barra, Lucía volvió a aparecer. Estaba aún más guapa que el primer día y al verla entrar por la puerta Mario no sabía dónde meter las manos ni qué mueca poner.

- Vaya, no sabía si estarías aquí
- Coincidencias que tiene la vida
- No creo en las coincidencias
- ¿Tú tampoco?
- ...
- ...
- Te debo una respuesta y una cerveza
- No me debes nada
- ¿Ah, no? Yo creía que sí... entonces me voy
- ¡No! Quiero decir... no, mujer, ya que estás aquí, tomate algo
- No te lo creas, eh guapito, no he venido aquí por ti
- ¿No?
- No
- Ah
- Pasaba por el barrio y...
- ¿Una Corona?
- Hoy me toca pedir a mí. Dos Coronas por favor. Gracias
- ¿Qué tal fue la noche con tu amiga?
- Bióloga
- ¿Perdón?
- Marina para ser exacta
- Mmmm
- Mi trabajo.
- Aaaah, suena... interesante
- Se te da fatal mentir, ¿lo sabías?
- Eres la primera que me lo dice
- A cuántas habrás engañado entonces...
- A más de las que debería y menos de las que crees
- Brindemos
- ¡Salud!
- Si me sigues mirando a los ojos me voy a poner nerviosa
- Dicen que no mirar a los ojos del que brinda contigo trae mala suerte
- Yo pensaba que era por otra cosa...
- ¿Por qué?
- Es igual, déjalo. ¡Salud!

Nada fue igual después de aquel encuentro. Ambos sabían que no era casual. Cuando hay deseo no existen las casualidades. Sus encuentros a partir de entonces fueron cada vez más largos e intensos hasta que una fría noche, entre trago y trago, Mario invitó a Lucía a su piso y ésta aceptó. Durante dos meses fueron felices. Muy felices. A medida que pasaban los amaneceres compartidos, aumentaban las promesas y proyectos en común. Parecía perfecto aunque ambos eran conscientes de que corrían a contrarreloj y que su separación llegaría más pronto que tarde.

- ¿En qué piensas?
- En dejarlo todo e irme contigo
- No pensemos en eso aún y disfrutemos de estos momentos
- Intento no pensar en ello pero dentro de dos semanas te irás y no quiero estar sin ti
- Mario, ya hemos hablado de eso. Ambos sabíamos que llegaría ese día...
- Eso era antes de volverme loco por ti
- Escucha, dejemos que las cosas sigan su cauce. Si de verdad queremos estar juntos, encontraremos el modo
- ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?
- Puede que tenga que volver para otro estudio y tú puedes ir a visitarme
- Ya sabes lo que pasa con la distancia
- ¿Qué?
- Pues que todo se magnifica, lo bueno y malo. Te voy a echar tanto de menos...
- Y yo a ti, Mario, y yo a ti pero... quién sabe, quizás no seamos tan compatibles
- ¿Tú crees?
- No lo sé, tendremos que averiguarlo pero qué pasa si decides dejarlo todo y venirte conmigo y después de un mes no nos soportamos el uno al otro
- Sólo sé que tengo dos opciones. Una, irme contigo y correr el riesgo de tener que volver con las manos vacías y dos, dejar que te vayas sola y que te olvides de mí. Sinceramente prefiero la primera, al menos lo habremos intentado
- ¿Por qué dices eso? ¿Por qué iba a olvidarme de ti?
- Porque es lo que pasa siempre, Lucía. Esto no es Hollywood, al otro lado de la pantalla las distancias nunca se salvan y las promesas se las lleva el tiempo. Y con ellas se van tantas y tantas palabras y esas mismas palabras que un día sonaron dulces después escocerán en el alma. Volverás a tu tierra y a tu vida y entre el trabajo, los amigos y demás poco a poco me irás olvidando hasta que un día...
- ¿Qué, Mario? un día, ¿qué?
- Pues un día conocerás a alguien y ese alguien estará ahí, contigo, a tu lado, al alcance de tu mano y entonces te será muy fácil elegir entre esa persona y yo porque yo estaré lejos y él estará cerca. Lo suficientemente cerca para hacer todas esas cosas que tú y yo no podremos hacer cuando ya no estés aquí
- Hablas muy convencido, ¿experiencia personal?
- Una vez amé a una chica. Fue hace unos años ya...
- ¿Vivía lejos?
- ¿Qué es lejos para ti?
- No sé, más de cien, doscientos kilómetros... cuatrocientos, no sé.
- Cuando estás enamorado la distancia no se mide en kilómetros, se mide en segundos, en minutos, en días. El tiempo sin vernos fue lo que acabó con aquello. Por eso sé de lo que hablo, no quiero que me pase contigo lo mismo, esta vez no
- No pienses eso, no adelantes acontecimientos
- ¿No quieres que me vaya contigo?
- No es eso, Mario, pero piénsalo, es una locura. Tú tienes aquí tu vida, tus amigos, tu familia...
- Mi vida aquí es un asco y mis amigos poco a poco me han ido reemplazando por otras prioridades. Y la familia, bueno, saben que tarde o temprano uno tiene que hacer su vida y elegir su camino aunque sea lejos de ellos
- No sé, nene, me parece muy precipitado... ¿cuánto hace que nos conocemos? ¿Mes y medio? ¿Dos meses?
- Y qué importa eso, lo pasamos muy bien juntos, tenemos gustos afines, nos entendemos, nos complementamos, Lucía, encajamos como dos piezas de puzle, qué importa el tiempo. He visto relaciones en las que después de varios años ninguno de los dos tiene muy claro si está o no con la persona ideal. Yo no necesito más tiempo para saber que quiero estar contigo, que eres tú a quien necesito en mi vida, no necesito más pruebas ni más pistas. No sé cómo ni por qué pero lo sé. Lo supe el primer día que me desperté a tu lado
- Mario... yo también siento lo mismo. Había perdido la esperanza de encontrar a alguien como tú. Mi última relación me dejó muy tocada y juré no volver a enamorarme pero mira, aquí estoy contigo. Me siento genial a tu lado y no te voy a engañar, me gustaría mucho que te vinieras conmigo pero... no quiero sentirme culpable si esto no funciona. Creo que deberíamos esperar y ver cómo avanza todo en la distancia. No podemos precipitarnos, esperemos un tiempo para estar preparados. Dentro de dos meses es fiesta, puedes pillar unos días en el curro y venir a verme y ver qué pasa
- Dos meses puede ser mucho tiempo
- Lo soportaremos. Venga, no lo pienses más, mira qué hora es y mañana el despertador no tendrá piedad de nosotros. Apaga la luz, vamos a dormir, ok?
- Ok, nena, durmamos, mañana espera un día largo
- Buenas noches, cielo
- Buenas noches

Como si de una premonición se tratase, el tiempo le dio la razón a Mario. Todo fue sucediendo tal y como él temía. Llegó el día de la despedida y todo eran besos y caricias. La terminal del aeropuerto fue testigo del adiós. La noche anterior se habían amado como nunca lo habían hecho en su corta pero intensa relación. Igual que la hormiga del cuento almacenaba provisiones para el duro invierno, Mario guardó cada aliento y cada mirada de Lucía en lo más profundo del alma para sobrevivir a su ausencia. Último aviso. Por favor, embarquen cuanto antes por la puerta 58. No me olvides, susurró Mario. No lo haré, dijo ella. Y cambia esa cara, nene, nos vamos a ver pronto, añadió. Y así, sin más, sin menos, la puerta de embarque devoró su silueta. Para siempre.

Aún Mario no sabe muy bien en qué momento Lucía dejó de soñar con él. Los siguientes días después de aquella despedida fueron difíciles pero al mismo tiempo esperanzadores. Cada rincón de su casa le recordaba a ella. Cada garito al que iba le recordaba a ella. Cada milímetro de su colchón le recordaba a ella. Cada día era una constante lucha por no ser pesado y controlar las ganas de llamar a Lucía a cada minuto. Aún sin ella Mario era feliz. Cuando el presente no te ofrece felicidad, la imaginación vuela en su búsqueda. Y en ese vuelo su mente volaba lejos hasta tumbarse con Lucía en las playas del sur bajo un sol cegador. Esa esperanza le ayudaba a seguir adelante con una sonrisa en la cara.

La distancia enfría los corazones. Mario lo sabía. Siempre lo supo. Pasaron los días, las semanas, y poco a poco las señales de vida de Lucía eran cada vez menos. Crónica de una muerte anunciada escribió García Márquez. Así pasaron los días hasta que llegó el ocaso y Lucía se olvidó de Mario. Cuando pasaron dos meses desde su adiós en aquella terminal de aeropuerto Mario no preparó ninguna maleta y no hizo ningún viaje rumbo al sur porque ya no tenía muy claro que Lucía quisiera verle.

Han pasado casi dos años desde aquello. Al final Mario hizo ese viaje rumbo al sur, llegó aquí hace unos meses, pero ya no era ella el motivo. Una oferta laboral que no podía rechazar le hizo cambiar de aires. Ese cambio le trajo cerca de Lucía aunque Mario ya no pensaba en ella. Al menos no cada día. Al menos no cada noche al acostarse. Varios minutos después de colgar aún sostiene el teléfono en la mano intentando asimilar esta llamada inesperada, pensando que tal vez la valentía de Lucía al llamar merezca al menos una oportunidad. Sin embargo, en el fondo hay cierto poso de desconfianza.

Por fin ha llegado el día. Mario lleva toda la jornada inquieto. Sabe que hoy no será una tarde de viernes cualquiera. Normalmente sale por la puerta de la oficina con una sonrisa de oreja a oreja. Cruza la calle y mientras llega a su coche se quita la corbata y se desabrocha el primer botón de la camisa. Fin de semana por delante. Llama a sus amigos y quedan en encontrarse donde siempre para tomar unas cervezas y desconectar de toda la semana de trabajo. Pero esta vez será distinto. Hoy no llamará a sus compañeros de bar porque alguien espera por él. Alguien a quién creyó perdida hace tiempo y que de repente ha vuelto a su vida.

Café-bar Kanena. Allí está, al final de la calle. La ansiedad y los nervios aumentan con cada paso que acerca a Mario al lugar acordado. Se ha asegurado de llegar diez minutos tarde para que ella le esté esperando. No quiero llegar primero y estar todo el tiempo mirando a la puerta como un gilipollas, pensó. Además, siguió hablando solo, yo esperé dos años, no pasa nada porque ella espere diez minutos. Cincuenta metros. Veinte metros. El cristal de la ventana está lleno de carteles y no hay forma de saber si Lucía ya está esperando. Puerta de entrada, ya no hay marcha atrás. El corazón de Mario a punto de salir por su boca segundos antes de comprobar que Lucía sigue tan jodidamente guapa como la recordaba.

- ¡¡Mario!!
- Lucía...
- ¡Hola! No me negarás dos besos
- No, claro que no
- Mírate, estás... muy elegante
- Ya ves, normas de la empresa
- Te veo muy bien, estás algo cambiado
- Bueno, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me viste
- Me gusta ese corte de pelo, te favorece
- Gracias. Tú...
- ¿Qué?
- Estás igual
- No sé cómo tomarme eso
- Igual de guapa y sonriente
- Gracias
- ¿Llevas mucho esperando?
- Un ratín pero no quería pedir antes de que llegarás
- Ah
- ¿Lo de siempre?
- Sí, sí, necesito una birra
- Venga, siéntate. Dos Coronas, por favor
- ¿Qué fue lo que pasó, Lucía?
- ¿Cómo?
- ¿Qué hizo que te olvidaras de mí?
- Vaya, tú siempre tan directo...
- Podemos disimular y hacer como que no ha pasado nada pero sería hipócrita por nuestra parte, ya somos mayores, no demos rodeos
- Mira, Mario, me costó mucho llamarte. Desde que supe que te habías mudado aquí estuve reuniendo el valor suficiente para hacerlo.
- No me como a nadie, sabes que soy un tipo muy sociable
- Ya, Mario, lo sé, pero temía que reaccionaras mal
- Tenía motivos para ello
- Si, tienes razón. Lo sé y por eso me costó tanto llamarte
- ¿Y bien?
- No sé cómo decirlo, no es fácil
- Inténtalo
- Mira, podría intentar explicarte qué fue lo qué pasó pero sinceramente creo que no nos llevaría a ningún sitio, puede que sea mejor mirar hacia adelante
- Necesito saber qué pasó. No puedo mirar hacia adelante si no sé antes por qué te olvidaste de mí sin darme una sola explicación
- Ya, entiendo que...
- Joder, Lucía, lo hubiera entendido, ¿sabes? Lo hubiera entendido. Lo que me dolió no fue que cortases por lo sano, no se puede obligar a nadie a quererte. Lo que de verdad me dolió fue que no dijeras nada, ni una sola palabra, nada. Ni un miserable adiós. Creo que al menos me merecía eso, ¿no?
- Llegaste a mi vida en un momento en que todo mi mundo se tambaleaba, ¿sabes? Dudaba de todo. De mi trabajo, de los hombres, de todos los hombres que se acercaban. Dudaba de mi vida, de si estaba haciendo con ella lo que realmente quería hacer. Malos rollos con amigos, con la familia. No sé, estaba confundida y en medio de todo eso apareciste tú e hiciste que me olvidara de todo por un tiempo. Pero al volver a mi rutina, volvieron otra vez todas las dudas y todos los miedos
- Debiste decírmelo entonces
- Ya, Mario, pero no era fácil. Todo lo que pude decirte fue lo que escribí en aquel sms, ¿te acuerdas?
- Cómo olvidarlo...
- No quería contagiarte de todos mis malos rollos y mis problemas y mis comeduras de cabeza
- Si ese era el problema, Lucía, yo te hubiera ayudado, me hubiera gustado contagiarme de tu crisis y poder compartir contigo todo aquello. Quizás hubiéramos encontrado la solución juntos. La pena compartida es menos pena. Estaba dispuesto a todo por ti
- No sé, Mario, no lo vi así en aquel momento. Me parecía muy egoísta por mi parte hacerte partícipe de todo aquello, no era justo para ti
- Echarme de tu vida no fue lo más justo para mí, nena
- Uy, hacía mucho que no me decían eso
- ¿El qué?
- Nena
- Seguro que te lo han dicho muchas veces, no me quieras hacer creer que en todo esto tiempo no ha habido alguien más
- Pero no suena igual en boca de otro
- Siempre hay otro, ¿eh?
- Sé que no me vas a creer pero... he pensado en ti todo este tiempo y al hacerlo me sentía mal, culpable, sucia.
- Me gustaría creerte...
- Mira, yo lo veo así. Podemos seguir hablando de ello y no llegar a ningún acuerdo o podemos...
- ¿Qué?
- Podemos intentar empezar de nuevo
- ...
- Al menos di algo
- ...
- ¿Te gustaría empezar de nuevo?
- No tengo muy claro lo que quiero, Lucía, está pasando todo muy rápido, hace dos días no sabía nada de ti y ahora me pides empezar de nuevo
- Quizás ahora sea distinto, estoy en momento de mi vida mucho más colorido que entonces. Y esta vez no tendremos que luchar contra la distancia. Al menos podemos intentarlo, ¿no?
- Quizás
- Venga, Mario, no perdemos nada, pasemos página y veamos qué pasa
- Está bien, creo que podríamos intentarlo, pero...
- ¿Pero?
- Espero que no hayas vuelto a mi vida para romperme otra vez el corazón, no quiero volver a pasar por eso
- Esta vez será distinto, nene, créeme
- Vale
- Vale
- Y... ¿qué se supone que tengo que hacer ahora?
- Te propongo una cosa: sal del bar y al rato vuelve a entrar. Yo no estaré sentada en esta mesa. Búscame, hagamos como que no nos conocemos
- Estos juegos de peli de Hollywood nunca me gustaron, Lucía
- Lo sé, pero confía en mí
- Está bien. Voy a pagar y salgo...
- No, no, tranquilo, esta ronda la pago yo. La idea del juego es mía, qué menos que correr con los gastos
- Ok, pues... me voy
- Muy bien. Chao
- Mmmm, vale, chao

Alguien escribió una vez que nunca es tarde si viene a buscarte la dicha algún día. Mario sabe que si entra de nuevo en ese bar, correrá el riesgo de volver a enamorarse de aquella chica del sur con el mar en sus ojos que durante un tiempo le robó el sueño. Pero, al fin y al cabo, la vida no es más que una continua exposición al riesgo. O al menos así debería ser.

- Perdona
- ¿Si?
- ¿Tienes fuego?
- Sí, claro

jueves, 27 de mayo de 2010

Él ya sabe lo que hay

La recuerdo hermosa. La niña más linda del mundo. Es cierto que por aquel entonces el espacio que conformaba mi mundo era reducido pero aún así, estaba convencido de que tampoco habría nadie tan dulce más allá de mis fronteras. La recuerdo hermosa y esta foto perdida en el mapa de memoria de mi disco duro confirma ese recuerdo. A veces cuando me bloquean el paso las líneas de código y me pierdo en bucles infinitos, busco desahogo en carpetas llenas de recuerdos. Esta mañana justo antes de lanzar mi ordenador por la ventana decidí tomarme un respiro. Aparté de mi vista cualquier vestigio de lenguaje de programación y me fui a la cocina.

Mi mente se fue despejando. Abrí el paquete de Romasanta y un fuerte aroma invadió la estancia. Metí la bombilla en la calabaza y rellené con yerba casi hasta arriba. Añadí una cantidad generosa de azúcar y vertí el agua casi hirviendo. Como siempre, me quemé la lengua con el primer sorbo. Nunca aprendo. Es extraño pero este amargo sabor me relaja tanto que me sorprende. Y me lleva a un lugar muy lejos de aquí. Serán las ganas de volver a cruzar el charco, murmullo. Regresé entonces, mate en mano, a la pantalla de mi ordenador con la intención de sumergirme en busca de algo que me hiciera suspirar y despejase la niebla de mi cabeza.

Escondida entre infinitos bits encontré una foto. Esta foto. Una de tantas que escaneé años atrás y que con el tiempo había olvidado. Y allí estaba ella. Radiante. Inmóvil. Inmune al paso de los años. Ignorando que mucho tiempo después alguien observaría su gesto. En silencio, sin compañía. Han llovido mares y océanos desde la última vez que contemplé su rostro. Tanto tiempo sin recordarla que decido quedarme en ella unos segundos. Como si no supiera la respuesta me pregunto cómo una secuencia de ceros y unos puede albergar tanta belleza. La foto es perfecta y no solo por su presencia. El cielo está pintado de un azul que casi molesta a la vista. Si existe el paraíso, Dios debió pintar su techo de ese mismo color. Justo a la altura de sus ojos el azul del cielo se mezcla con el verde claro del césped. Aquel césped que nos vio crecer y que aún hoy recuerda nuestros pasos. A lo lejos dos niños juegan con una pelota. Ellos no saben que alguien les está inmortalizando para siempre. Una mujer le da de comer a su hijo como sólo una madre sabe hacer mientras lo único que le preocupa al niño es volver cuanto antes con sus amigos. En otro lugar, una pareja se abraza efusivamente sobre la toalla ajenos a todo lo que les rodea. Sus caricias llenan de ternura la foto. El sol no quiso salir retratado pero su luz ilumina con fuerza todo el escenario dando fe de su presencia. El calor debía ser agobiante porque la piscina está llena de gente. Unos nadan, otros juegan. El agua está encrespada de tanto ajetreo y el efecto de los rayos del sol sobre el manto cristalino provoca un efecto idílico y deslumbrante. Vuelvo a su rostro y descubro un mechón de pelo negro como el carbón que recorre su mejilla y se detiene justo a la altura de sus labios. Había olvidado ese discreto lunar en la comisura de su boca. Esa media sonrisa parece forzada. No lo sé. Lo que es seguro es que su gesto no desprende la dulzura que tantas noches soñé para mí. Siendo niño aprendí que cuando uno intenta disimular sus sentimientos hacía otra persona consigue el efecto contrario. Por eso todos mis amigos sabían lo que yo sentía por aquella niña. Cuando les pedí con alguna excusa absurda que se apartaran para sacarle una foto solo a ella tuve que aguantar susurros y carcajadas que pintaron mis mofletes de un color rojo intenso. Pero no me importó. Aguanté estoicamente el tirón y conseguí aquel fotograma que tanto deseaba. Hoy el mundo sería el mismo sin esta foto pero en aquel momento lo deseaba tanto que no me importaba que se burlasen de mí todos mis amigos. Tampoco que ella no sintiera lo mismo por mí.

Porque así era y así fue hasta que desapareció de mi vida. Y yo lo sabía. Lo supe siempre. Desde el principio. Pero sucede que a veces uno escucha sólo las voces internas que le interesa y silencia las que no. Las ignora aunque sabe que están ahí. Después, cuando llega el fracaso y el cielo se nubla, uno recuerda aquellas voces que le advertían del peligro. Demasiado tarde.

Desde el primer día que la vi hasta el último que suspiré por ella supe que siempre estaría un paso por delante de mí. Siempre inalcanzable. Dicen que el primer amor se recuerda eternamente. Lo cual no deja de ser irónico porque siempre sale mal. Nunca el primer amor es el último. Por eso es el primero. Por eso es amor. Ese amor tierno que no entiende de lujuria. Que ignora el pecado original. Que te desnuda sin quitarte la ropa. Con el paso de los años y la pérdida de inocencia uno llega a pensar que ese es el amor más verdadero. El único, quizás. Amor puro, sano. Amor sin alquileres, sin hipotecas, sin deudas, sin desempleo. Amor sin infidelidades, sin discusiones. Sin la culpa es tuya, no, es tuya. Sin yo dije esto y tú dijiste lo otro. Sin quién es esa que te saluda tan sonriente y sin quién es ese que te mira el culo. Sin tenemos que hablar y sin nos estamos tomando un tiempo. Ese amor callado, sufrido, no correspondido. Ese amor que te hace soñar con su mano y su mejilla. Esperando en la sombra un gesto, una sonrisa, un guiño. Ese amor que te eriza la piel cuando hueles su colonia Disney o el aroma de su champú Johnson's.

Una noche la vi bailar. Ahora lo recuerdo. Se movía rápido al son de la música. No recuerdo la canción ni la letra. Sin embargo la puedo ver como si estuviera pasando ahora mismo. Aquí, justo delante de mí. Jeans ajustados, camiseta negra, jersey amarrado en la cintura y calzado deportivo blanco. Hubo un tiempo no muy lejano en el que las niñas de 14 años vestían así. Sin insinuaciones ni escasez de tela. Y allí estaba yo a escasos metros. Mirando. Sin bailar. Sin hablar. Sin respirar.

Ella nunca sintió nada por mí. Es cierto. Sus ojos siempre eran para otro, nunca para mí. Siempre en el banquillo esperando mi oportunidad. Siempre en la sombra, en segundo plano. Siempre era otro el titular, el que jugaba y anotaba los goles. Siempre otro el guapo, el bueno, el listo. Cada verano un rival distinto. Cada verano esa amarga sensación de saber que nunca saltarás a la cancha por mucho que trabajes en los entrenos. Y así fue pasando el tiempo.

Una tarde cualquiera de un agosto cualquiera me pidió una goma para el pelo y yo se la presté. En aquella época una de las modas consistía en llevar gomas de pelo a modo de pulsera sin distinción de sexo ni de longitud de pelo. El caso es que me la pidió y yo no me lo pensé dos veces. Era azul celeste. Cuando me la quiso devolver le dije que no, que se la regalaba. En un intento vano de aparentar ser el tipo duro que nunca fui, añadí que tenía tantas gomas que me sobraban, que una más, una menos, daba igual. "Vale, pues gracias", me dijo. A los pocos días volví a encontrarme con aquel regalo celeste que le había hecho pero no estaba en su pelo ni en su muñeca. La goma estaba en la muñeca de otro. Uno de tantos compañeros de batallas que se convertían en enemigos cuando era ella la conquista. Aquello me partió el alma. Recuerdo que se la pedí al nuevo propietario con alguna excusa tonta y una vez en mi poder de nuevo, la quemé. Era mi pequeña e inútil venganza. Mi modo de desahogarme. Como aquella otra vez...

Días atrás, uno del grupo nos contaba al resto, con tono orgulloso y valiente, cómo había estado la noche anterior compartiendo estrellas y besos con ella. Mientras él contaba la historia, los celos y la rabia contenida me revolvían las entrañas. Contaba además que cuando se despidieron, ella le había dado como recuerdo un anillo que le había regalado su madre. Quédatelo unos días, dijo ella, para que te acuerdes de mí y de esta noche. Mientras hablaba nos mostraba sonriente su dedo meñique en donde reposaba el anillo. Recuerdo que todos le miraban con cara de admiración. Todos menos yo, que en ese punto ya estaba invadido por el sabor amargo de una nueva derrota. A los pocos días sin saber cómo ni dónde, aquel niño perdió el anillo. Nos lo contó en voz baja y con miedo de que ella se enterase. Confieso que me alegré al saberlo. Lo siento pero me alegré mucho. El desamor despierta en uno el lado malvado del ser humano. Aquel mismo día en una de mis zambullidas en la piscina noté algo al intentar tocar fondo con los píes. Me sumergí para echar un vistazo pensando que era una piedra o algo similar sin sospechar lo que me esperaba en la profundidad. Y lo que había no era otra cosa que el anillo. Juró por Dios que allí estaba el anillo. En el fondo de la piscina cual tesoro de navío español esperando ser rescatado. Supe nada más verlo que era el anillo de la niña de mis sueños imberbes. Lo supe. No podía ser otro. En aquel momento no fui del todo consciente pero según pasan los años aquel acontecimiento se vuelve más inverosímil cada vez que lo recuerdo. Cuando eres niño crees en todo pero no crees en nada. Crees que todo es posible pero tus creencias sobre la vida aún están por formar. Ahora, como adulto, no creo en las casualidades porque creo que todo ocurre por un motivo, todo tiene un por qué. Pero la verdad es que aún hoy no encuentro el maldito sentido de aquello. Rescaté el anillo del fondo y lo guardé en el bolsillo del bañador antes incluso de salir a la superficie. Éramos niños y todos éramos amigos de todos. La amistad no tiene el valor ni el significado que tiene cuando eres adulto, pero aún así aquel niño que me había robado la ilusión era mi amigo. Sé que debí contárselo. Sé que debí portarme con lealtad y devolverle el anillo. Pero no lo hice. Quizás porque nunca acepté aquella derrota o quizás porque sentía que ese anillo debía tenerlo yo. El caso es que no dije nada a nadie y esa misma noche me fui a hablar con ella a solas. Le devolví el anillo y le dije que tuviera más cuidado la próxima vez que regalaba algo a alguien. Con gesto de sorpresa me dio las gracias y sin más, me fui. Y me fui con esa chulería tímida de quién deja a alguien en evidencia, pensando que después de aquello se enfadaría con él y vendría corriendo a mis brazos. Me equivoqué. Claro. Desconozco sí ella estaba al corriente del extravío de su anillo o si no sabía nada. Al día siguiente mi amigo, que era mayor que yo en edad y altura, me agarró por el pescuezo y me amenazó sin pronunciar una sola letra. No llegó a articular palabra aunque no le hizo falta. Me zarandeó levemente mientras se mordía el labio inferior. Sus ojos desprendían odio. Sin más me soltó y se fue. Quizás sintió lástima de mí o quizás pensó que no merecía la pena pegar a un amigo por algo así. O quién sabe, quizás pensó que a ella no le parecería bien que me diera una paliza. Nada cambió y todo siguió como estaba. Ella recuperó el anillo, él no perdió a su chica y yo seguía sentado en ese banquillo de suplentes que nunca abandoné.

Ocurrieron unas cuantas historias más entre ella y yo que ahora no quiero recordar. Distintas situaciones pero idéntico final. Después de varias derrotas y otras tantas desilusiones, por fin llegó mi oportunidad. O al menos eso pensé en aquel verano del 96. El terreno estaba despejado. No había moros en la costa ni pretendientes con ramos de flores. Nadie había movido ficha. Solo estaba yo y me la tenía que jugar antes de que alguien se adelantase. Era mi turno. No podía permitirme otra derrota. O al menos no sin luchar. Si pierdo, que sea con barro en las botas y el cuchillo entre los dientes. Y así fue como llegó mi error. El gran error. Una noche de luna llena le confesé lo que sentía por ella. Le eché un par de huevos, me armé de valor y entre tartamudeos y cosquilleos de estómago me sinceré. Le abrí mi corazón y lo dejé al descubierto sin escudos ni protección. Solté todo de carrerilla sin que ella dijese absolutamente nada. Después de un silencio incómodo todo se terminó. Para siempre.

No recuerdo sus palabras exactas pero en aquel preciso momento supe que nunca estaríamos juntos. Cavé mi propia tumba aquella noche de verano en la que confesé mi amor por ella. No la culpo. Nunca lo hice. No se puede culpar a nadie por no quererte ni tampoco obligar a que te quieran. Eso es fácil de entender pero difícil de asimilar. Aquella noche lloré. Así, tal cual, como suena. Solo, en la cama, antes de dormirme. Lloré como el niño que era por algo que ni los adultos saben asimilar. El rechazo. La derrota.

Quiero volver atrás por unos segundos, viajar en el tiempo. Quiero colarme en esa habitación y hablar con ese niño. Quiero consolarle, decirle que la vida está llena de sinsabores pero que el mundo no se acaba por mucho que te parta el corazón la niña de tus sueños. Quiero decirle también que en el amor no hay derrotas ni vencidos, ni rivales ni enemigos. Que no hay titulares ni suplentes. Que no hay más que dos y que el resto del mundo no importa. Quiero que aprenda a asumir el rechazo y a levantar la cabeza. Que sepa que el primer amor siempre duele, que no es nada extraño el dolor que siente y que otros muchos lo sintieron antes o lo sentirán después. Vendrán tiempos mejores y otros rostros iluminarán su vida. Sobre todo quiero decirle que no se culpe por nada, que se sienta orgulloso de haber hablado con el corazón. Si alguien te gusta, hay que decirlo. Siempre. No sea que la otra persona sienta lo mismo. Eso quiero decirle para que no lo olvide nunca, pero... Está medio dormido. Quizás sea mejor no despertarle y dejar que la vida le enseñe todo esto poco a poco, paso a paso. Que aprenda a base de tropezar y que las derrotas le hagan fuerte y sabio. Tal vez así cuando crezca y se haga mayor no necesite buscar un rincón en internet como este para escribir y desahogarse.

Tiempo después de aquella noche, un viejo amigo que estuvo con ella me contó que antes de que ocurriese nada entre ellos, él le habló de mí. Le dijo que yo era su amigo y que no quería hacerme daño. Ella le contestó: "Él ya sabe lo que hay". Y sí, claro que lo sabía. Siempre lo supe.