lunes, 23 de junio de 2008

Perdido en un autobús

Escribo estas líneas sentado en un asiento cualquiera de un autobús cualquiera en este día que nos trae los últimos latidos de noviembre. Han pasado muchos años desde que recorrí por primera vez este trayecto que une mi casa con la facultad de Informática. Aquel sueño dorado fue destiñendo poco a poco, adquiriendo cierto tono gris a medida que pasaban los suspensos y los no presentados. La luz al final del túnel por momentos se apagaba. Ha cambiado la empresa de transporte más de una vez pero para mí este autobús siempre ha sido el mismo. Casi todos los rostros de aquellos compañeros de viaje han desaparecido. Inconscientemente trato de encontrar con la mirada alguno de ellos. Supongo que buscando ese alivio absurdo que produciría en mi saber que no soy el único de aquella generación que aún sigue en la batalla.

Mi cuerpo conoce a la perfección el camino. Siempre sabe cuándo despertarme del sueño para no pasar de largo mi parada. Hoy, sin embargo, no quiero dormirme. Hace un par de horas una chica de instituto me ha tratado de usted. Yo estaba compartiendo conversación y penas con Lolovic en el café DaVinci y las palabras exactas fueron: "Disculpe señor, ¿esta silla está ocupada?". Dudo que el motivo fuera mi aspecto adulto, más bien me inclino por pensar que se trataba de una niña muy educada, de esas que llevan los buenos modales hasta el extremo. En cualquier caso, sus palabras causaron en mí cierta pesadumbre. Es por eso que ahora busco el desahogo de un folio en blanco. Aquí y ahora. Sentado en este autobús en el que llevo encerrado más de siete años. No es lamento. Cada uno tiene lo que se merece. No es remordimiento. Hace años tomé una decisión y lucho para que ésta por fin tenga sentido. No es arrepentimiento. Arrepentirse es reconocer al mundo que has malgastado tiempo de vida. No es autocompasión. No es llanto ni quejido. Es… cansancio. Físico pero sobre todo mental. Estoy cansado de escuchar tonterías de bocas ajenas que no saben de qué hablan. Y también de "escuchar" las que no llegan a mis oídos. A veces uno puede llegar a adivinar las palabras que se clavan en la espalda. Esas palabras que duelen sin ser oídas. Pero hace tiempo comprendí que si no quieres quedarte solo, es mejor no abrir la boca y dejar que la vida siga su curso. Mejor callarse ciertas cosas y admitir que nada ni nadie es perfecto. Ni siquiera el calor de una madre. Ni siquiera un beso en un atardecer. Al fin y al cabo la belleza reside en las imperfecciones. No hay más verdad que esa. Y no la hay porque el amor nace de la virtud y crece con el defecto. No creo en el amor a primera vista. No creo en medias naranjas. No creo en ángeles que disparan flechas. Creo firmemente que amar a una persona no es más que descubrir sus defectos y admitirlos. Quererlos. Hacerlos propios. Incluso extrañarlos. Las manías, vicios y miedos de familiares, amigos y mujeres son para mí lo que convierte a cada uno de ellos en seres especiales, únicos.

Volviendo al autobús… me pregunto si seré el único que contempla por la ventanilla los infinitos rostros que habitan en los coches al otro lado del cristal. Es una manía personal. Una de tantas. Sentarme siempre en la parte de atrás es otra. Hay quien dice que en caso de accidente los viajeros de la cola tienen más probabilidades de no contarlo. Quién sabe. Lo cierto es que mi tendencia se debe simplemente a cierto odio a ser observado. No soporto saber que hay ojos clavados en mi nuca. En las aulas, me ocurre lo mismo. Prefiero ver que ser visto. Confieso que lo que más me llama la atención son los coches ocupados por dos personas con la mirada de ambos fija en el horizonte mientras esperan a que cambie la luz del semáforo. Solo eso. Ni una sola palabra es pronunciada. Quizás un simple "¿qué tal el día de trabajo?" que obtiene por respuesta un frío "ptsé, como siempre". Parece que conversan pero la mente de ambos está cada una en un lugar distinto y lejano. Muy lejano. Después de tantos años, la rutina acaba haciendo mella en los corazones. Hay coches llenos de carcajadas, música y cánticos. Los hay con mareos, discusiones y lágrimas. Hay quién va solo y tamborilea el volante con sus dedos al son de una canción. Hay quien fuma pensativo con la ventanilla bajada. Hay de todo. Sin faltar el clásico conductor que se hurga la nariz con mucho afán en busca de algún tesoro convencido de que nadie le observa porque todo el mundo está demasiado ocupado cantando, fumando, discutiendo o callando. Al fin y al cabo se trata de un universo de historias esperando a que el semáforo se ponga verde. Una por cada rostro, por cada mirada. Nadie sabe que son observados por mí. Nadie excepto esas mujeres, como decía el abuelo de Pérez-Reverte, "de bandera" cuyo instinto femenino les dice que siempre hay algún iluso mirándolas embobado.

Me pregunto si a mí también me observa alguien cuando se cambian los papeles y soy yo el que está dentro de un coche.


En algún lugar, una fría mañana de Noviembre de 2007

sábado, 21 de junio de 2008

La chica del sauce

Era preciosa, suspiró. Tanto que ni él mismo sabe cómo la había hecho suya. Aquel cuerpo, aquellas piernas, aquellos ojos. Era preciosa, si, pero sobre todo, era suya.

Han pasado más de 15 años desde la última vez que se sentó al píe de este sauce llorón. Su mirada se pierde en el horizonte mientras intenta rescatar de su memoria los restos del naufragio. De vez en cuando los pájaros y el viento se ponen de acuerdo para dejar hablar al silencio y es entonces cuando cree oír al sauce llorón preguntándole por ella. Aquel ángel al que tanto amó bajo sus ramas caídas. Una noche, de casualidad, fumando en la ventana se quedó perplejo contemplando la luna y soñó que ella hacía lo mismo en ese instante. Cometió el error de pensar que ella aún le recordaba. Y por eso hoy ha vuelto. Pero aquí ya no queda nada. Ni nadie. Hace no muchos años este lugar era un hormiguero de gente y siempre era primavera. Después de varias lunas él le preguntó si aquello era algo más que un amor de verano. Ella vaciló. No dijo nada. Sus ojos hablaron por ella. Y él se echó a temblar porque se había enamorado locamente de aquella niña. Se temía lo peor. Él soñaba con escapar con ella y ella con huir sin él. El tiempo le dio la razón y su alma se rompió en añicos cuando ella dijo adiós. Te olvidarás de mi muy pronto, dijo ella. Sabes que siempre te querré, añadió sin reparo. Imposible querer a alguien para siempre… cuando nunca le has querido, pensó él. Finalmente ella voló en busca de aquel mundo que él no le podía dar. Y lo hizo dejando un aroma que aún hoy él lleva grabado en el alma. Quería ver mundo, viajar. Conocer lugares y cuerpos anónimos. Experimentar. Y en ese sueño no había sitio para él.

Ha pasado una eternidad desde entonces y aún hoy, en este mismo lugar, cree estar viendo la ropa de ambos desparramada por el suelo. Recuerda ahora con sabor agridulce tantas noches. Como aquella en la que un descuido casi les cambia la vida para siempre. Me muero si me quedo embarazada, exclamó ella. Y yo me muero por ti, susurró él. Vuelve ahora a este lugar como quien nada temiendo morir en la orilla.

Su madre hace años que sufre sordera aguda y cada vez le cuesta más entenderle y a su padre sólo la pesca y el fútbol consiguen ya dar color a su vida. Sus amigos, los de antaño, ya no son los mismos. A ellos no les fue mal y hoy son hombres de provecho con mujer, niños, dúplex y perro.

Trata de imaginar en qué lugar estará ella ahora. A dónde le llevaron sus aires de grandeza. Lo último que supo, recuerda, fue que vivía al otro lado del horizonte y que salía con un tipo mayor que ella y rico. De esos que tienen el dinero por castigo. De esos a los que apenas les cuesta esfuerzo hacer reales esos sueños que son imposibles para otros. De eso hace ya mucho tiempo. Después solo rumores. Nada más. La imagina al volante de un BMW camino del colegio para recoger a unos niños uniformados y con el pelo engominado. Asistiendo a cenas de lujo y fiestas de postín agarrada del brazo de su brillante marido. Iluminando cada rincón con su presencia. Provocando la envidia de los colegas de pádel de su esposo. Pablo Neruda escribió… "de otro, será de otro". Y así es. Y así debía ser. Porque al final el tiempo coloca a cada uno en su lugar. A ella en ese mundo de color rosa y a él en este otro donde toca levantarse a las 7 de la mañana para aguantar la soberbia de un jefe cuya afición en esta vida es amargar la de los demás. En este mundo se viaja en Metro y la corbata solo se desempolva para asistir a la boda de un amigo que creías perdido en el tiempo.

Cansado de auto compadecerse, decide partir y dejar atrás para siempre aquel bendito lugar y aquel viejo sauce. Con 36 tacos, ya va siendo hora de pasar página y dar carpetazo a su pasado. Dejó allí para siempre caricias, gestos y gemidos para que dejaran de revolotear en su cabeza y dar esquinazo a la tentación de volver a buscarla. Abandona su paraíso ajeno a la puta realidad. Un día, hace cuatro años, alguien intentó ponerse en contacto con él para darle un mensaje. Si su madre no estuviera presa de esa maldita sordera o si su padre no se hubiera ido a pescar aquella tarde, hoy, entonces, sabría que una fría mañana de otoño la luz de la niña de sus sueños se apagó para siempre. Una extraña enfermedad hizo que pasara los últimos días de su vida postrada en la cama de un hospital. Durante aquellas horas de angustia eternas y mientras su cuerpo permanecía inmóvil, su mente volaba lejos, buscando los brazos de aquel chico imberbe que se llenaba la boca jurándole amor eterno. Supo entonces que nunca volvería a verle y se culpó por ello. Pensó entonces en todas aquellas noches y un amargo lamento recorrió su pecho al recordar el día que le abandonó para siempre. El día que le dijo adiós a él y a aquel sauce llorón que aún hoy espera su regreso. El mismo árbol que ahora él deja atrás para siempre.


Clase de Cálculo, un lunes cualquiera de 2006

jueves, 19 de junio de 2008

Al otro lado del mundo

Cae la noche y la lluvia golpea con violencia el cristal de la ventana. El cielo está triste y en su búsqueda de desahogo decide descargar su lamento sobre este lugar perdido de la mano de Dios. Los truenos suenan a quejidos y hacen retumbar los cimientos de la casa. La luz que desprende cada rayo ilumina por unos instantes este hermoso paraje a orillas del Pacífico. A pesar del festival de luces y sonido, Martín permanece inmóvil junto a la ventana contemplando el espectáculo. Fuma tranquilo, sin prisa, como si no existiese el tiempo. Saborea cada trago de Zacapa como si fuera el último. Cierra los ojos al inclinar hacia atrás su cabeza para sentir cómo se precipita cada gota de ron por su garganta. Al otro lado del cristal el mundo parece estar a punto de explotar y sin embargo su única preocupación es dibujar con los labios perfectos aros de humo. Hace calor, como siempre en esta tierra. Por un instante siente el deseo de cruzar la puerta y salir al exterior para empaparse de todo ese llanto de cielo y sentirse vivo. Los altavoces de su ordenador esparcen por toda la estancia las notas de una triste canción que habla de un soldado al que se le escapa la vida en el campo de batalla y cuya última imagen es el rostro de una mujer que ama con locura y a la que, sin quererlo, condena a esperar su regreso eternamente. Suenan los primeros versos: «Gonna close my eyes, girl, and watch you go running through this life, darling, like a field of snow». Martín está solo, igual que la mujer del soldado. Declinó la oferta de sus amigos de quemar esta extraña pero tentadora ciudad por cuyas calles deambulan de la mano la tristeza y la pasión.

«Perfect summer's night, not a wind that breathes, just the bullets whispering gentle 'mongst the new green leaves». Sigue viva la agonía del soldado y Martín no puede evitar pensar en cómo era su vida antes de cruzar el charco y venir a esta parte del planeta. Siempre quiso viajar y conocer mundo pero nunca encontraba el momento oportuno. Había demasiadas cosas que le ataban a su tierra: su familia, sus amigos, su paraíso y un trabajo soñado. La treintena se le venía encima y Martín se había acomodado hasta el punto de que ya no le importaba no cumplir su sueño de emigrar. Su vida era intensa. Trabajaba de día y vivía de noche. No recuerda cómo ni cuándo pero de repente las mujeres empezaron a encontrarle muy atractivo. Puede que las horas de esfuerzo en el gimnasio hicieran por fin efecto. Quién sabe. El caso es que ni siquiera él acierta a contar cuántos cuerpos desnudos se deslizaron por las sábanas de su cama en aquel piso coqueto que compartía con su amigo de la infancia Guille. El éxtasis llegó cuando aquella atractiva jefa, odiada por todos y que rondaba los cuarenta, le propuso hacer horas extras en su chalet de ensueño. La vida le sonreía. Todo iba bien… hasta que se cruzó en su camino Lucía. De tez morena y larga melena rizada, Lucía es una de esas mujeres que te cautiva aunque uno no quiera. Sonreía como ninguna y cuando se atusaba el pelo el mundo parecía detenerse envuelto en un silencio sepulcral. Era perfecta… salvo por un detalle. Lucía era la novia de Guille. Todo hubiera sido distinto si aquella noche no se hubiera quedado a dormir en el piso a pesar de que Guille tenía turno de noche. Aquel cálido martes de Junio la vida de Martín dio un vuelco horrible. Dios sabe que empeñó todo su esfuerzo en no desear a aquella mujer pero cuánto más lo intentaba más la deseaba. El vino, la suave voz de Diana Krall y la temperatura ambiental se encargaron de casi todo. La lujuria hizo el resto.

Martín supo al amanecer del día siguiente que su vida nunca volvería a ser la misma. La jornada fue un infierno. En la oficina la pantalla del ordenador temblaba antes sus ojos mientras el fuego de la traición le escocía en el alma. No hay excusa para esto, se repetía una y otra vez. Llegó a la conclusión de que sólo le quedaban dos opciones. Una, echarle cojones, agarrar el toro por los cuernos y apechugar con su pecado aún a riesgo de perder para siempre una amistad de un cuarto de siglo. La otra opción, huir. Toda la valentía que tuvo la noche que traicionó a su amigo se convirtió a la mañana siguiente en cobardía. Así que, huyó. Es lo mejor para todos, escribió en la bandeja de entrada de Lucía. Aunque me temo que aún estando en el fin del mundo, seguiré huyendo toda mi maldita vida, concluyó. Lucía fue la única persona que entendió su decisión de partir. El resto, familia, amigos y compañeros de curro aún hoy se preguntan por qué Martín decidió alzar el vuelo cuando su mundo lucía un intenso color rosa.

El temporal amaina. La canción llega a su fin: «Next wave coming in like an ocean roar. Won't you take my hand, darling, on that old dance floor?». Martín desliza la cremallera de su maleta y extrae una carta. La tormenta parece resurgir cuando abre el sobre y saca la invitación de boda de su viejo amigo Guille. Una invitación que nunca podrá aceptar.

Matanza de los Oteros, una noche calurosa de 2006

miércoles, 18 de junio de 2008

En un mundo perfecto...

Tiene el pelo negro como el mismo carbón que se esconde en las entrañas de mi tierra astur. Los ojos bañados en un intenso marrón que hipnotiza cuando te miran. Su tez morena le da un toque exótico a ese cuerpo esculpido a base de curvas vertiginosas. Es atractiva pero discreta. Es hermosa pero le encanta disimularlo. Cuando mueve la cabeza y su pelo baila con el viento, el tiempo se ralentiza y mi mundo empieza a moverse a cámara lenta. Su piel desprende cierto aroma a sur y esconde un ligero sabor a salitre. Qué puedo decir de ese dulce acento porteño que heredó de la tierra que vio nacer a Borges. Cuando sonríe, te regala el mundo. Hace que te sientas invencible, inmortal. Eterno.

Su manera de caminar me hace perder la poca cordura que me queda. Recuerdo ahora la primera vez que la vi. Bailaba despacio pero con ritmo en un rincón de un pub que yo visitaba por primera vez. Allí estaba rodeada de sus amigas quienes conscientes de su atracción sobre los hombres lucían sus mejores galas. Sin embargo, ella vestía sencilla sin el menor atisbo de maquillaje en su rostro. Engañado por la escasa claridad y envalentonado por el ron me acerqué a ella como depredador que ataca a su presa convencido de salir victorioso. Cuando la luz de un foco descubrió su rostro ya era tarde para tocar retirada. Justo en ese momento, a diez centímetros de su cuerpo, me sentí pequeño. Minúsculo. Vencido. La presa resultó ser un lobo disfrazado de cordero que estaba a punto de devorar al confiado y presuntuoso depredador, o sea, a mi. Pensé que de perdidos al río y le solté una de esas típicas frases absurdas que los tíos empleamos para ligar o mejor dicho, para hacer el ridículo. No recuerdo muy bien cuales fueron mis palabras. O tal vez no quiera acordarme. El caso es que aquella noche Dios estaba en mi equipo y por eso media hora más tarde de aquel encuentro acelerado ella y yo compartíamos un fernet en la barra de aquel pub. En aquel rincón apartado de la multitud que bailaba y cantaba canciones de los 80 nos confesamos nuestras vidas. Le dije que no podía creerme que estuviera a mi lado y ella me dijo que no podía creerse que fuera tan pelotudo. Entonces, sucedió. Y desde aquella noche esta historia nos ha traído jugando a eso que llaman amor hasta el día de hoy. De un lado para otro, de acá para allá. Entre tardes de cielo anaranjado y noches en vela. Entre amaneceres llenos de bostezos y mañanas apáticas. Entre versos de Sabina y escenas de Darín. Entre cenas románticas y desayunos con mate. Pasado un tiempo me confesó que aquella noche cuando me vio acercarme hacía ella con paso torpe pensó que yo era el típico baboso que acecha a todas las mujeres del bar hasta que una cae en sus redes. Insisto, Dios aquella noche estaba conmigo.

La quiero. Lo confieso. Y la quiero porque conoce los rincones más profundos de mi ser. Conoce mis miedos, mis temores, mis defectos, mis pecados. Y aún así, me quiere y me acepta tal como soy. Hace mucho tiempo comprendí que no hay amor si no hay respeto. Y ella me respeta. A mí y a todo mi universo. Un universo donde no solo vive ella. Un universo en el que habitan también mi familia, mis viejos amigos, mi fútbol y mi pequeño paraíso. Sabe que no la cambiaría por nadie pero también sabe que todo mi tiempo y esfuerzo no son solo para ella. Si me arrebata alguna parte de mi mundo ya no seré yo al que ame. Será un tipo muy distinto del que ella se enamoró una noche de primavera. La quiero porque no es como las demás. Y no lo digo solo desde la devoción o debilidad sino también desde la experiencia propia y ajena. Con el paso del tiempo entendió que si apretaba la correa más de lo necesario yo saldría corriendo para no volver. Acordamos no pronunciar palabras como nunca, siempre o jamás. Acordamos también ceder siempre a partes iguales para que la balanza no siempre callera del mismo lado. Por todo eso y más, la quiero.

En un mundo perfecto el Tibet sería libre y no habría ni una maldita guerra en este mundo. En un mundo perfecto… ella sería real. Por desgracia este mundo se aleja bastante de la perfección. Los monjes tibetanos se temen lo peor, miles de personas siguen muriendo con un fusil en las manos y ella… no existe. Solo es un producto de mi imaginación. Una fantasía que aparece en determinados momentos de mi vida como las aburridas tardes de sábado o algunas frías noches de viernes. Un sueño que pido a gritos cuando me siento solo, cuando mis amigos me abandonan, cuando nadie me entiende. Al final siempre acabo rindiéndome a la puta realidad. Esa que dice que la palabra relación es sinónimo no solo de respeto, amor y placer sino también de renuncia, olvido y rendición. Alguien dijo: "quien bien te quiere, te hará llorar". Probablemente fue la misma persona que afirmó que la sarna con gusto no pica.

Avilés, una tarde lluviosa de Marzo de 2008

Cuando pienso en Matanza de los Oteros

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en mi abuela Consili y en ese hombre que recibió de manos de su nieto Alberto la placa de "Abuelo del año" en aquel verano del 91; pienso en mis padres, en mi hermana, en unos amigos... en mis amigos.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en un frontón maltrecho, en una piscina; pienso en una Comarcal, en unas Bodegas, en unos remodelados columpios; pienso en una Carralina, en una antigüa piscina abandonada y en ese sauce que aún hoy llora a su lado; pienso en un valle que tantas veces visitamos antes de que una carretera nacional le partiese el alma en dos.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en un verano... en todos los veranos de mi vida, en unas gélidas Navidades, en Semanas y Semanas Santas y cómo no, pienso en ese mes de Octubre y en su primer fin de semana y al hacerlo pienso también en un pregón, en una procesión, en varias orquestas, en una discoteca móvil llamada MC-5, en unas barracas; pienso en infinitos bingos perdidos y tan sólo uno ganado, pienso en un karaoke, en una hoguera, en unos fuegos artificiales; pienso en unas patatas preparadas con todo el esmero del mundo, en un jóven campeón de rana contra todo pronóstico (nunca olvidaré cómo Posi lo gritaba a la cámara mientras se fumaba un puro); pienso en castillos hinchables y en juegos para niños... y no tan niños; pienso en un almuerzo con chorizo, patatas y alguna copa de más alrededor de unas brasas.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en una niña de 13 años, en mi primer amor; pienso en mi primer beso, en mi primer cigarrillo, en mi primer estado de embriaguez, en mi primera calabaza, en mi primera y última infidelidad; pienso en mil y una noches perdidos por Valencia de Don Juan, en mil y una fiestas de pueblo, en mil y una carreras de bici haciendo trampas, en mil y un partidos de fútbol; pienso en un maratón de fútbol en Valderas, en una morena malagueña que conocimos entre partido y partido, en un Renault Laguna blanco convertido en bungaló, en una inoportuna enfermedad de Posi, en las 18 horas que me costó recuperarme de aquello; pienso en un campeonato perdido en Alcuetas cuando aún eramos jóvenes promesas el día que Vituky se ganó el cariñoso sobrenombre de Judas.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en todos y cada uno de los rincones donde nos reuniamos para intentar solucionar el mundo... un local en la Comarcal, un remolque abandonado en las eras muy bien acondicionado, un consultorio del que nos echaron injustamente, unos árboles en la Carralina (en realidad, aquello solo fue un proyecto que nunca se llevó a cabo); una Cañamona de la que fuimos nuevamente expulsados, un chalet en las afueras del que nos echaron a "tiros", nunca mejor dicho... tantos lugares!

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en una Puch modelo "Caribe", mi "Puchina", en una mala frenada en un camino de tierra (verdad, Floren?), en un buen rasguño en mi pierna, en la voz de Jose María diciendo "Me la pegué", pienso en la búsqueda inútil de un camino de tierra que uniera Zalamillas con Alcuetas en compañía de Xuanan.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en un cielo increiblemente naranja anunciando la llegada de la noche en los oteros, pero al mismo tiempo pienso también en un amanecer, en varios amaneceres, en ese que nos deleita al dar los primeros pasos del senderismo o en ese otro que nos acompaña en nuestra retirada a bordo del Gato y que paradojicamente nos desea felices sueños y leve resaca. Situaciones diferentes pero igual belleza y encanto.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en excursiones nocturnas entre Matanza y Zalamillas entonando aquel "Querida Enriqueta, con estas te escribo...", pienso en una escapada nocturna a Valdespino y en el mal trago que supone pasar al lado de la granja de Chorete en medio de la inmensidad de la noche (Vituky, repetimos?), pienso en una inoportuna tormenta de verano sorprendiendonos entre Alcuetas y Zalamillas y en fin, pienso en las 100 veces que copié el número de teléfono de mi casa.

Cuando pienso en Matanza de los Oteros no pienso en un pueblo, pienso en... mi pequeño paraíso.

Pero, creedme, sobre todo pienso en todas esas personas que he conocido gracias al pueblo donde mi padre vio la primera luz. Yo les llamo amigos y amigas. Gracias por todo. Os quiero.


Gracias a Quique González por la inspiración