martes, 9 de junio de 2009

Julieta

Conocí a Julieta una fría tarde de lluvia. Sus ojos me secuestraron y supe entonces que todo el oro del antiguo Perú no podría pagar mi rescate.

Me he pasado la vida negando el amor a primera vista, desconfiando de flechazos certeros, burlándome de ese niño con alas llamado Cupido y dudando de quienes aseguraban haber sucumbido con una sola mirada, con un solo gesto. Con un instante. Nunca comprendí enamorarse sin un nombre, sin una palabra, sin un por qué. Sin el roce de una piel, sin el sabor de unos labios. Sin amaneceres compartidos y noches que nunca terminan. Sin dulces prendas invadiendo la alfombra de la habitación. En una ocasión Ismael Serrano preguntó a su público si creían en los amores a primera vista. Antes de que los allí presentes pudieran expresar su respuesta con gestos o palabras, el artista respondió con otra pregunta: "¿Es que acaso existen otros?". Recuerdo haber sonreído al escucharlo. Y recuerdo también haber contestado a su pregunta en voz alta. Solo, en mi habitación. En otro momento, en otro lugar. Y dije no. No creo. Claro que no. Y si, por supuesto que hay otros. Ese amor que nace de la confianza, de la convivencia. Que crece con el tiempo, día a día, gesto a gesto. Ese amor de cafés, de cine y palomitas, de "si quieres te acompaño hasta tu portal". Ese amor que se construye a base de sueños que provocan suspiros y miedos que amenazan con romperte el alma. Ese amor que sube, que avanza firme, que no se detiene. Que no quiere rendirse ante la adversidad. Que salta muros y derriba barreras. Ese amor que se apoya en la confianza que uno siente cuando sabe a quién ama, cuando conoce cada rincón de la otra persona. Ese amor de sol y tormenta, de sonrisas y lágrimas, de luces y sombras. Ese amor.

Todo eso pensaba y en todo eso creía… hasta que una tarde de invierno la lluvia me trajo a Julieta. Y entonces todo cambió. Cuesta toda una vida forjar tus creencias y tus principios. A veces basta solo un segundo para que todo se tambalee y nada de lo creído tenga sentido. Cuando uno escupe hacia arriba, la saliva termina cayendo en su cara. Nunca falla. Tarde o temprano. No es ley de Murphy, es ley de vida. En una ocasión una señora del barrio de La Sultana en Bogotá aseguraba haber visto la imagen de la Virgen María en las alas de una mariposa mientras limpiaba el cuarto de sus hijos. Sin perder un instante acudió al párroco del barrio para contarle el milagro pero éste se negó a ir a la casa para comprobarlo porque según él "estas cosas no son reales". Yo era ese párroco solo que en mi caso no pude cerrar los ojos al sentir a la mariposa revoloteando a mi alrededor. No tuve opción de eludir su encuentro. Y miré. Y encontré a Julieta escondida en sus alas. El mundo está lleno de ironías, de sucesos que te abren los ojos y te obligan a creer en todo aquello de lo que siempre renegaste.

Nunca supe realmente lo que sentía por ella hasta que me mandó al olvido. A ese profundo y oscuro olvido donde habitan los corazones rotos y los amores no correspondidos. Me doy cuenta de algo. Estoy contando el final sin contar el principio. Desvelo el amargo desenlace casi sin presentar a los personajes. Lo sé. Pero casi nada tiene sentido en esta historia atípica que terminó antes de empezar y que empezó antes de contemplar el rostro de Julieta por primera vez. Porque ahora sé que la quise antes de aquella tarde de lluvia. Qué extraña sensación querer antes de conocer. Cómo expresar este sentimiento y ser comprendido. En el intento de explicar, fracasaré, me faltarán palabras y quien me escuche asentirá con la cabeza mientras finge entender. De repente un día, cuando menos lo esperas, conoces a alguien y en ese mismo instante, justo ahí, experimentas esa sensación. Esa extraña certeza de saber que ella existía mucho antes. Que siempre existió, que siempre estuvo ahí. Escondida. Esperando el momento para doblar la esquina y cruzarse en tu camino. Para dar respuesta a tanta pregunta. Para dar sentido a tantas historias inacabadas. Entonces el mundo se detiene y todo pasa a un segundo plano. Todo. Y ya no te parece tan absurda esa estúpida idea de enamorarse en un solo instante. A lo lejos te parece escuchar el suave revoleteo de unas alas y una dulce carcajada de niño se burla de ti.

Vuelvo atrás. Un minuto antes de ver a Julieta por primera vez deambulaba por la calle maldiciendo mi suerte. Corrijo. Maldiciendo la idea de venir a este lugar dejado de la mano de Dios para celebrar con mis amigos que un año más se nos va de las manos para siempre. Quería huir de mi norte por unos días. Quería ver el sol, quería olvidarme de la lluvia, quería recibir el nuevo año con cierto aroma a sur. Quería desconectar. Nada. No pudo ser. Ni sur, ni sol, ni aroma. La lluvia me pega con cierta violencia en la cara. Empiezo a empaparme y una vez más juro que nunca dejaré los planes sin hacer hasta última hora. Una vez más juro vengarme de esta maldita pereza que siempre me invade. Intento ser positivo, intento cambiar mi cara de cárcel pero es difícil. El viaje ha sido duro y no encuentro la maldita casa donde aguardan mis amigos. Mis viejos amigos. "No tiene pérdida", me dijeron. Debí desconfiar. Seis menos cuarto de la tarde. Oscurece y como siempre seré el último en llegar. Últimamente tengo la amarga sensación de llegar tarde a todos los lugares. Los invitados a la fiesta me llevan ventaja. En tiempo y en alcohol. Me canso de dar vueltas y saco el móvil. Agenda. Guille. Llamando. No hay respuesta. Cojonudo. Prosigo mi marcha sin rumbo y después de dos pasos levanto la mirada. A lo lejos veo unos brazos agitándose enérgicamente, intentando llamar mi atención. Es Guille y viene acompañado. Distingo detrás de él dos siluetas femeninas. "Coño, Moro, ya pensábamos que no venías, tú siempre tan puntual". Nos abrazamos. Habían pasado cuatro meses desde nuestro último encuentro y quizás por eso cierro los ojos al hacerlo. María aparece sonriente y me planta en la cara dos besos. Está como siempre, quizás con el pelo más oscuro. Y guapa, muy guapa. Al verla pienso que mi amigo Guille es un tipo con suerte. Y entonces apareció ella. "Ah, mira, te presento a la hermana de María. Julieta, Moro. Moro, Julieta". Lo que sentí en ese instante ya lo he contado.

La noche fue larga e intensa como lo son siempre las últimas noches de cada año. Antes de sentarnos a la mesa nos pusimos al día entre cervezas, embutido y carcajadas. "Si seguís comiendo ahora no vais a cenar después" nos recriminó María. "Déjales, más para nosotras" comentó Lucia. Martín contaba su último e ingenioso chiste convencido de tener éxito mientras yo improvisaba unos innovadores canapés. Julieta ponía la mesa y yo acompañaba con suspiros sus idas y venidas. Nos sentamos a cenar con un ojo puesto en el viejo reloj de pared temiendo no llegar a tiempo a las campanadas. Once y veinte de la noche. Quedan cuarenta minutos para el fin del mundo. Bon appétit. Todo estaba exquisito incluyendo mis elaborados canapés. En un momento de la cena me quedé callado mirando a un lado y a otro y me invadió la emoción de ver sentados alrededor de la misma mesa a mis viejos y eternos amigos. Después de tantos años y tantas batallas ya no somos los mismos pero seguimos aquí. Juntos. De vez en cuando, entre sorbo y sorbo, aprovechaba para buscar a Julieta con la mirada. Reía, hablaba, bebía y volvía a reír. Y todo envuelto en una dulzura inusual. Quien me conoce sabe que no suelo quedarme en blanco sin saber qué decir, sin embargo durante el tiempo que duró la cena no se me ocurrió una maldita frase ocurrente que pronunciar. Llegaron las campanadas y antes de engullir la última uva pensé que ojalá esta fuera la primera de infinitas nocheviejas junto a Julieta. Habían pasado escasas horas desde aquel momento en que la conocí y el primer deseo del año ya era por ella. El ron y la música acudieron en mi auxilio y nuestros cuerpos se fueron acercando con cada nota, con cada trago. Poco a poco hasta dar con nuestros huesos bajo las mismas sábanas. Bailamos, reímos y nos confesamos. Me habló de su vida en el sur y me contó que quería darle un giro a su mundo. Cambiar. Escapar de la rutina. Entonces me sentí aliviado porque aún estaba a tiempo de subirme al tren y huir con ella. Donde fuera. Donde ella quisiera. Buscaba un cambio y yo quería formar parte de él. Y así pasamos la noche. Las primeras horas del año se fueron consumiendo y poco a poco nos fuimos quedando solos. Ocho menos cuarto de la mañana. Todos duermen. Todos menos Julieta y yo. Nos miramos y sin palabras decidimos apagar la música y beber el último trago. Sin más nos fuimos a la habitación. Recuerdo que subí las escaleras siguiendo su estela mientras intentaba con todas mis fuerzas reunir el valor suficiente y necesario para impedir que la noche, nuestra noche, terminase allí. Ella caminaba peldaño a peldaño y yo volaba sin pisar el suelo. Un millón de palabras no hubieran bastado para explicarle lo que sentía por ella. Supongo que Julieta pensaba lo mismo porque justo en la frontera que separaba nuestras habitaciones, se giró y sin que ninguno de los dos pronunciase palabra alguna, ocurrió.

Cuando desperté Julieta ya no estaba. En algún momento de mi letargo ella se deslizó hasta su cama para impedir que todos supieran lo ocurrido. Era tarde para eso. Todos los allí presentes no necesitaban vernos compartir lecho porque les bastó ser testigos de tantas miradas y tantos gestos de complicidad que iluminaban el salón de baile.

Pero ocurrió lo inevitable. Ocurrió lo que siempre ocurre en estas historias de una noche. Eso que a veces se busca y otras se teme. El adiós. El deber nos llamaba sin remedio y mientras el sur reclamaba su presencia yo debía partir de vuelta a mi norte. Me despedí de todos entre abrazos y besos. Julieta aguardaba arriba. Bajo ese mismo techo que nos vio soñar. Sola. Esperando que mi último adiós fuera para ella. Un adiós que con el tiempo se tiñó de un amargo hasta siempre. Y así, sin más, sin menos, me fui.

La primera noche lejos de Julieta apenas pude conciliar el sueño. Entonces fui consciente de la inmensa distancia que separaba nuestros alientos. Una distancia que en pocas horas había cambiado de unidad. De milímetros a kilómetros. Recuerdo aquella noche, durmiendo a ras de cielo, intentando organizar pensamientos. Meditando. Tratando de asimilar. Dando vueltas. Mil vueltas. Suspirando. Y sobre todo, luchando por creer, buscando la fe necesaria para encarar esa batalla que nadie te aconseja librar. La batalla de amar desde más allá del horizonte. Pasaron los días, las semanas. Mensajes, mails y llamadas que escondían entre líneas un deseo irrefrenable de aguantar el tirón, de contener las ganas de vernos y de superar la tentación de dejarlo todo y apostar por aquella historia. Después de un tiempo, Julieta se rindió y entonces llegó la tormenta. Lo peor de todo es que no pude hacer nada para evitar su rendición por mucho que la viera venir. Carlos Chaouen escribió que el amor son tres flores que se riegan a diario. Y es que el amor, de existir, es algo que ha de cultivarse día a día. Cuidarse. Mimarse. No hay amor sin lucha y no hay lucha sin dolor. Es así. Sospecho que de eso hablan las palabras del maestro gaditano. No existe el amor a distancia porque con la distancia, llega el olvido. Y después del olvido, no hay nada. O casi nada si contamos el dolor. En esto no hay discusión. Distancia y amor son palabras que juntas en la misma frase vaticinan un final. El agua que ha de regar esas tres flores se seca si tiene que recorrer un largo camino. No llega. Se evapora. La distancia enfría los corazones y destruye las más bellas y sinceras promesas. "Te esperaré siempre", le dijo Susannah Fincannon a Tristan Ludlow aquella primavera en la que él se perdió en el horizonte a lomos de su caballo. Incluso en el cine, donde todo es posible y donde nos engañan con finales felices y leyendas de pasión, hay amores que tampoco sobreviven a la distancia. Años después, a su regreso, ella le dijo "siempre resultó ser demasiado tiempo, Tristan" mientras acariciaba con sus dedos la alianza de otro hombre. Son tres etapas, una por cada flor. La primera está llena de luz, de promesas, de valentía. En la segunda llegan las dudas, el miedo. El frío. Cuando llega la tercera, se acabó. Pueden pasar semanas, meses, años o una eternidad. El caso es que uno siempre sabe dónde está el final.

Lope de Vega escribió: el amor tiene fácil la entrada y difícil la salida. ¿Cuánto tiempo dura un "Hola"? ¿Un segundo? ¿Medio? Ese fue todo el tiempo que necesité para volverme loco por ella. Sin embargo, tardé días en dejar de soñarla. Semanas en borrar sus mensajes. Hoy, por fin, borré su última foto. Al hacerlo el ordenador me preguntó tres veces si estaba seguro. Supongo que incluso a él le cuesta creer que todo se acabe. Que no haya más Julieta.

Ahora que ya no importa confieso que siempre dudé. No por desconfianza sino por miedo. Ese miedo que te paralizaba, te bloquea. Te obliga a ser otro, a no ser tú. Era tan dulce que no podía ser real. Quizás nunca lo fue. A esta hora, en este bar, sentado en la mesa más triste del local, me invade la amarga certeza de que nunca fuimos nada. Fuimos, somos y seremos nada. Ahora lo sé. La camarera me mira como queriendo entender, intrigada. Como si fuera la primera vez que ve a un tipo solo y sobrio escribiendo en una servilleta de papel. Y yo la miro sin mirarla, ausente, pensando en Julieta y queriendo creer que todo aquello que me dijo era cierto. Y me cuesta un mundo. Y pido otra Quilmes.

Hace años, muchos, un amigo de aquellos días de instituto me confesó una noche que mataría por su chica. Recuerdo que era preciosa. Una de esas caras por las que un tipo pierde el norte. Semanas más tarde ella le fue infiel. Todo el mundo lo sabía pero nadie hablaba del tema. Tabú. Sucede que el último en enterarse siempre es el más interesado. Y lo pasó mal. Muy mal. Pero no mató a nadie. No corrió la sangre. Nadie resultó herido. Tan solo su orgullo. Y su palabra. Pero la tormenta se fue y nuevos soles iluminaron su cielo. Porque nunca es el mismo sol ni el mismo cielo. Han pasado muchas lunas desde aquello. Después de tiempo y tiempo sin saber de él, hace días me lo encontré en la parada del autobús y me contó que el próximo verano se subirá a un altar y dirá "Si, quiero" a unos ojos distintos de aquellos por los que juró matar. A veces uno dice cosas que no siente. A veces exageramos nuestros sentimientos para que parezcan sinceros. Creíbles. A veces, las muchas, creemos que nos va la vida en algo y con el tiempo descubrimos que no era para tanto. Eso es lo que me parte el alma. Recordar cada palabra de Julieta antes de rendirse. Antes de cansarse.

Hay noches que aún la sueño. Sueño que nada de esto ocurrió. Que nunca me fui de aquella habitación. Que nunca me olvidó. Hay noches que no sueño porque me pierdo en los bares con mis viejos amigos. Bebemos. Bailamos. Engañamos a mujeres con palabras bonitas. O al menos lo intentamos. Pero sucede que a ellas no les suenan tan dulces nuestras voces. A veces, borracho, ebrio, envalentonado, les hablo de Julieta. Me confieso entre trago y trago, entre empujón y empujón, entre canción y canción, en la oscuridad, cuando nadie nos ve, cuando a nadie le importa nuestra presencia, cuando nos volvemos transparentes para el resto de la gente que hay en el bar. Les rodeo con mis brazos y les confieso al oído que aún la quiero y que aún espero su llamada. Un mensaje. Un mail. Cualquier mínima señal de vida. Soy demasiado orgulloso para dar la razón a mis padres cuando sé que la tienen pero no para volver a ella. Sin palabra, sin honra, sin honor… pero con ella, a su vera. Qué importa. Si no puedo estar con Julieta, de qué me sirve el orgullo. Renuncio a ser hombre. Que se burlen de mí los demás, que digan que no tengo palabra. "Compadres, ¿cómo olvidar a quien nunca te amó?" Ellos, mis viejos amigos, que nunca se callan, que siempre tienen algo qué decir, que se sienten incómodos ante los silencios… ellos, los mismos, se quedan mudos. Durante unos eternos segundos se debaten entre la sinceridad y el cariño. Encojen los hombros con la esperanza de que yo sepa interpretar su gesto y no tengan necesidad de decirme lo que piensan. Lo sé. Sé lo que piensan y también sé que no lo quieren decir por miedo a encoger, no solo sus hombros, sino también mi alma. En realidad, era una pregunta retórica. Todo lo que ellos me puedan decir ahora y aquí yo ya lo pensé un millón de veces. Decido poner fin a este silencio incómodo. Por ellos. Por mí. Suenan las trompetas. Cambio de tercio. Me vengo arriba y con gran entusiasmo casi grito: "Bebamos para no olvidar… ¿qué tomáis, compadres?" Sus rostros reflejan cierto alivio. Sonríen. Para esa pregunta si tienen respuesta.

3 comentarios:

Alicia dijo...

Sí, la verdad es que he conocido al Manuel Cuesta hace solo unos días por una recomendación que Rodolfo serrano dejó en su blog, me he comprado el último disco y la verdad es que ha sido todo un decubrimiento!!! Ahora buscando fechas para poder verlo en directo... un abrazo!!

Mecha dijo...

Debe ser el día, pero definitivamente el destino, Dios, la suerte, llamala como quieras, me está jugando una mala pasada y me obliga a descubrir hoy tu particular forma de escribir, tus comentarios en lo de Caro y ahora tu blog...
Y definitivamente, hoy debe ser el día en que no tengo que intentar parar a la melancolía, y dejarla que salga, que me explote en los ojos y me haga pequeños arroyitos en la cara.

Y te leí justo cuando había parado de llorar y, por supuesto, empecé de nuevo.

Salud, Moro!

Moro dijo...

Mecha: Qué puedo decir? Gracias, lo primero. Por la visita y sobre todo por tus palabras. Es cierto que hay días que uno se siente muy vulnerable y sensible. Es inevitable. Cosas, hechos, situaciones que nos hacen sentir asi. Y entonces en esos días la sensibilidad se multiplica por mil y todo te afecta. Solo así puedo entender haber llorado la primera vez que vi "Forrest Gump". Concretamente en la escena en la que Forrest le pregunta a Jenny que por qué no le quiere. Me agarró en mal momento. Siento haber aparecido en uno de esos días, no era mi intención, jeje.

Nunca escribo con la intención de hacer reir y llorar. Simplemente escribo. Pero es curioso cómo una historia que nace de las lágrimas propias puede causar lágrimas totalmente ajenas.

Gracias otra vez por tus palabras. Suerte y recuerda que el sol siempre acaba saliendo.