lunes, 14 de septiembre de 2009

Insomnio

Son las cuatro menos cuarto de la madrugada de un martes que no quiere llegar y Tristán no puede dormir. La última media hora la ha vivido con los ojos como platos y las pupilas clavadas en los números rojos de su radio despertador. Decidió quedarse quieto después de recorrer mil veces la cama de un lado a otro intentando encontrar una postura para dormir. Probó incluso el viejo truco de cerrar los ojos con fuerza como hacía en aquellas largas noches de infancia cuando esperaba ansioso la llegada de los Reyes Magos. Nada. Cuanto más empeño ponía más aumentaba su desvelo. Lo malo es que, a diferencia de antaño, esta noche tanta angustia no encontrará una recompensa envuelta en papel de regalo. La luz naranja de las farolas se abre paso entre las rendijas de la persiana. A través de las ondas alguien habla de mitología y héroes del pasado pero hace rato que Tristán dejó de escuchar la radio. La situación empeora cuando empieza a contar mentalmente los segundos que pasan. Uno por cada vez que parpadean los puntos rojos que separan las horas de los minutos. Y mientras lo hace se da cuenta de algo: intentar dormir a la fuerza es como obligar a alguien a quererte. Inútil. Llegado a este punto, decide rendirse. Enciende la luz de la mesita, apaga la radio y un suspiro inunda la habitación.

Hay muchas personas que aseguran no poder tomar café por las noches porque éste les arrebata el sueño. Tristán sabe que ese no es el motivo. Nunca lo fue. Hace tiempo que se volvió inmune a la cafeína. Cuando otros niños de su edad tomaban Cola Cao, su abuela materna ya le preparaba una tacita de latón con leche caliente y unas gotas de café. Aún recuerda aquel aroma y aquellas manos que le atusaban el pelo mientras él sorbía poco a poco, con cuidado de no quemarse la lengua. Tristán sabe que su desvelo tiene un origen distinto. Hace tres meses se quedó sin trabajo y desde entonces todos sus intentos por encontrar sitio en otra empresa han sido inútiles. A veces tiene la extraña sensación de estar perdido en una isla desierta y que todos los mails que envía con su curriculum y su esperanza no son más que mensajes que lanza al océano infinito dentro una botella. Solo papel mojado. El tiempo pasa y Tristán sigue en su destierro particular esperando una respuesta que le rescate del naufragio. Los días avanzan lentamente y las noches son desiertos sin horizonte. Su fracaso laboral ha abierto además una vieja herida que creyó olvidada. El día que su jefe le comunicó el despido, éste puso cara de lástima, como dando a entender que aquello le dolía más a él que al propio Tristán. Como diciendo te quiero como a un hijo y esto no es fácil para mí pero… tienes una hora para dejar tu mesa libre. "Será cabrón, si nunca le caí bien" pensaba mientras metía sus cosas en una pequeña caja de cartón. Algo parecido sintió aquella tarde de lunes cuando Susana se fue de casa. Antes de cruzar el umbral de la puerta y llevarse para siempre su aroma y su ropa interior, ella le dijo: "Sabes que siempre te querré, nene". La misma cara de lástima. La misma falsedad.

El problema de tener tanto tiempo libre no es caer en el aburrimiento. El problema es pensar demasiado. En todo. En nada. En cosas en las que hasta entonces nunca antes habías reparado. Pensar en pasado, presente y futuro para acabar arrepintiéndose de lo primero, maldiciendo lo segundo y temiendo lo tercero. Vueltas y más vueltas. Todo inútil. Todo en balde. Sucede que en muchos casos la cabeza va por un lado y el corazón por otro. Y mientras tanto el cuerpo se queda inmóvil en medio de ambos sin saber muy bien qué hacer y qué camino tomar. En las tardes interminables, cuando se cansa de auto compadecerse y de actualizar su bandeja de entrada, agarra el teléfono y llama a un amigo. Uno de los eternos, de esos que te quieren incondicionalmente. Eso le alivia. Y mucho. Su lista de pelis pendientes se acabó hace tiempo y sus viejos discos de Dylan ya no le animan como antes. Tener todo el día libre supone también quedarse sin excusa para no atender las llamadas diarias de su padre o de su madre. Sin remedio alguno, se resigna a escuchar las palabras de alguien que desde el otro lado no entiende que siga viviendo solo si no tiene un trabajo que cumplir ni un sueldo que recibir. Ni nadie que le espere o alguien a quién esperar. Pero volver sería rendirse. Dar la razón. Rebajarse. Y el orgullo siempre fue su bandera.

Todas las mañanas, Tristán acude puntual a su cita con nadie en el Café Da Vinci, justo en frente de su portal. Con leche. Dos de azúcar, por favor. Revuelve con parsimonia el café mientras finge leer el periódico. Sus ojos miran al papel pero su mirada busca el rostro de la camarera. Alicia. Ese es su nombre. Tristán lo supo el día que ella le explicó el por qué de esa letra A tatuada en su tobillo. Aquel día Tristán notó algo en sus ojos. Él nunca se lo dijo, y no se atrevería aunque quisiera, pero siempre sospechó que esa A era el recuerdo de un tipo que la abandonó por otra una fría mañana de otoño. Alicia es una de las dos cosas positivas de su inactividad. La otra es no tener que madrugar. Verla cada mañana es una de las pocas cosas que Tristán puede hacer sin precisar compañía alguna. Otras actividades requieren la ayuda de sus amigos y éstos, por suerte para ellos, aún conservan sus trabajos.

Cuatro menos cinco de la mañana. Después de una breve visita al baño, Tristán atenta contra su salud ignorando los consejos de los posters que adornan las consultas de los médicos. Taza de café en mano, cigarro, mechero y cenicero. Y así, cual alma en pena, deambula por el pasillo huérfano de luz arrastrando por la alfombra el cordón del albornoz. La idea de sentarse en el sofá la descartó en seguida porque sospechaba que acabaría encendiendo la televisión. Y la oferta televisiva a ciertas horas (últimamente a todas) perjudica seriamente la salud mental. Mucho más que fumar y tomar demasiado café. Definitivamente a Tristán no le ayudaría nada la visión de un fulano volviéndose loco y pidiéndole a gritos que por favor llame para resolver el gran enigma: animal de cuatro letras que empieza por VA y acaba por CA. Pista: tiene cuernos, da leche y muge. Ni siquiera contempló la idea de buscar algo de sexo en algún canal local. A diferencia de aquellos tiempos de espinillas (también llamados pornocos), en los que no emitían cine erótico y lo poco que había era codificado, ahora lo emiten en abierto. Incluso en más de un canal. Pero tampoco es algo que necesite en estos momentos y además entre tanta ventana, tanta publicidad subliminal, tanto colorido, tanto número y tantos mensajes uno acaba perdiendo el hilo de la película. Que es lo que verdaderamente importa. O sea.

Sus pasos le llevan ahora a la sala del ordenador. Amaga con encenderlo cuando, al sentarse en la silla, su píe tropieza con algo. Ese algo no es otra cosa que una vieja caja de zapatos (él prefiere llamarla su pequeño baúl de los recuerdos) donde guarda retales y recuerdos de su pasado. Penúltimo sorbo de café. Tristán sufre un ataque de nostalgia y pone la caja encima de la mesa. En este punto ya olvidó su deseo de encender el ordenador. Retira la tapa y de repente un leve aroma añejo le golpea en la cara. Un aroma a hierba seca y tierra recién mojada. Su cuerpo sigue presente pero su alma se ha ido lejos, a otro lugar, a otro tiempo. Mira adentro. Revuelve con mimo. Despacio. Cartas y más cartas de un tiempo en el que el correo llegaba escrito en papel y sólo una vez al día. Hay más. Mecheros, cientos de ellos, todos sin gas. Hojas sueltas con nombres y direcciones de aquellos días de campamento. Una postal de Buenos Aires que dice "Si estuvieras acá, los tangos de Florida no sonarían re melancólicos". Una caja de cerillas sin usar de marca Payasos que le regaló su compadre Nelson cuando conoció el nuevo mundo. Fotos sueltas sin orden ni sentido ni rostros repetidos. Fotos de épocas y vidas distintas. Un calendario del 99. Una cajita vacía de Capitán Gaucho (Dulce de leche con solo 88 calorías). Otra postal, esta de Turquía, con la firma de una amistad eterna. Un boleto de avión con aroma a Pacífico. Una pulsera. Un collar. Un pequeño anillo de plata que el tiempo ha ido pintando de verde. Un cartón de bingo. Una púa de guitarra esperando ser usada. Un recorte de periódico que le recuerda que hubo un tiempo no muy lejano en el que fue una promesa del fútbol. Una entrada de cine rasgada por la mitad. Un posavasos firmado. Una llave de su viejo auto con el que aprendió a conducir y a amar. Una moneda de la Abadía de Saint Michelle. Un billete de 5 quetzales y otro de 2 lempiras con el rostro de Marco Aurelio Soto. Tristán sigue rebuscando y cada hallazgo es un halo de alivio, de calma, de sosiego. Ya no recuerda el por qué de lo que hace ni lo que hacía media hora atrás.

Cuatro y veinte de la madrugada. Su cuerpo está ahora mucho más relajado. Sus músculos se han liberado de la tensión que no le dejaba encontrar postura en la cama. Encuentra por último su vieja libreta con pastas de cartón con la imagen de la Torre Eiffel por un lado y una pegatina con el escudo del Real Madrid por el otro. Ahí está, esperando agazapada en el fondo de la vieja caja de zapatos. Allí dentro descansan letras de canciones traducidas de español a inglés y viceversa. Hay también historias, cuentos, palabras sueltas. Frases que ahora carecen de sentido pero que en su día seguramente lo tuvieron. Y mucho. Escondido en las últimas hojas hay unos folios doblados por la mitad. Tristán saborea el último trago de café y enciende otro pucho. La intriga le invade. Desconoce por completo la procedencia de aquellas hojas. Las desdobla y al hacerlo se le escapa una carcajada tímida. Justo después se muerde el labio inferior. No podía creerse que aquel documento aún existiera. Otra carcajada esta vez acompañada de un suave "¡Madre mía!". Allí estaban las mil veces que copió a modo de castigo paternal el número de teléfono de la casa del pueblo. Mil veces. Ni una más ni una menos. Aquel bendito número se grabó a fuego en su memoria. Cómo olvidar aquellos dígitos y cómo olvidar aquel día…

Corría el año 98. Todo el mundo tiene su verano y aquel fue el de Tristán. Francia ganaba su primer mundial de fútbol después de avasallar a Brasil en la final disputada en el Stade de France. A varios miles de kilómetros de allí estallaba en la corazón de África uno de los conflictos bélicos más mortíferos y sangrientos de la historia de la humanidad. Una guerra que algunos bautizaron como Guerra Mundial Africana y que a su paso dejaría en el camino casi cuatro millones de muertos. Ajeno a todo aquello, Tristán saboreaba su adolescencia en el pueblo que vio nacer a su padre entre bicicletas, zambullidos, deportes y hormonas desperezándose. Una tarde de aquel verano del 98, él y sus amigos decidieron montarse en sus bicis y poner rumbo a un pueblo vecino. La versión oficial hablaba de un partido de fútbol contra los chavales del lugar. La versión extraoficial consistía en aprovechar el viaje y cortejar con las chavalas del lugar. El caso es que el regreso se demoró y la noche se les vino encima. Para empeorar la situación entró en escena una de esas tormentas de verano que son breves pero que tienen muy mal genio. Además, son como esa visita que se presenta en casa sin avisar y pilla a uno en calzoncillos y sin cerveza en la nevera. La distancia que separaba a Tristán y sus amigos de casa era pequeña, apenas seis kilómetros. Al final resultaron ser los seis kilómetros más largos de sus vidas. A los diez minutos de empezar el viaje el cielo se cerró por completo y la tormenta terminó de explotar con toda su rabia. Empapados de agua fría y miedo avanzaban entre la lluvia y la oscuridad sin dejar de pedalear ni un solo instante. A mitad de camino se detuvieron en una gasolinera para resguardarse del temporal. A esas alturas del partido, la humedad y el agua ya encogían todos sus músculos. Alguien dijo: "valor y al toro, tíos, que aquí no hacemos nada, en cuanto pare un poco seguimos que ya estamos cerca, mirad, ya se ven las luces del pueblo desde aquí". Sin perder apenas tiempo, volvieron a subirse en las bicicletas y pusieron rumbo a casa. Circulaban en fila india. Sin luces ni chubasquero. Sin casco ni ropa reflectante. Sin pronunciar palabra ni cántico alguno como otras veces. La cabeza gacha y los ojos medio cerrados para combatir la lluvia. Las luces del pueblo cada vez estaban más cerca.

Cuando Tristán enfocó su calle, miró a lo lejos y un respigo le recorrió el cuerpo al ver cierto jaleo en la puerta de su casa. Familiares y amigos esperaban nerviosos y preocupados la vuelta de los chavales del pueblo. Nadie sabía dónde estaban, nadie les había visto partir. Nadie sabía nada y las familias se pusieron en lo peor. Tristán no tuvo tiempo de pronunciar palabra alguna. Cuando llegó a la altura de los ojos de su padre, éste fusiló a su hijo con la mirada. Una vez dentro de casa estalló una nueva tormenta. Han pasado muchos años desde aquello. Muchos. Casi media vida. Aún así, Tristán lo recuerda cómo si fuera hoy. Nunca antes de aquella noche había visto a su padre así. Y nunca más desde aquel día su padre volvió a gritarle como aquella noche. Tristán no esperaba una fiesta de bienvenida tipo "Welcome, Mr. Marshall" pero tampoco podía imaginarse aquella bronca paternal. Una vez se calmaron un poco los ánimos su padre le preguntó por qué no había llamado para avisar de la situación. Tristán cogió aire, miró al suelo y dijo: "es que… no sabía el número". La tormenta volvió a explotar.

Su mirada se torna melancólica y piensa en algo que vio días atrás. Tristán saboreaba su café matinal en el Da Vinci. Mientras buscaba con la mirada la silueta de Alicia, vio a tres señoras con sus hijos sentados todos ellos en una mesa. Pudo observar cómo, mientras ellas hablaban sin parar, los niños permanecían sentados a su lado. Uno jugaba con su Nintendo DS. Otro se concentraba en su PSP. Y un tercero escribía un sms en su móvil de última generación. Ni una sola palabra entre ellos. Los críos de ahora lo tienen todo más fácil. Y entonces no puede evitar pensar que aquel mal trago del verano del 98 se hubiera evitado con un simple sms. Con quince míseros céntimos.

"Papa,nos piyo la tormenta,pueds venir a buskrnos?Gracias"